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«Mentes brillantes» por Guillermo Horacio Pegoraro

25 Abr

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Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016. Cuento de ciencia ficción.

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Mentes brillantes
Guillermo Horacio Pegoraro

Mira los indicadores, observa las lecturas, hace cálculos y reflexiona. Pasa al lado del brillante botón color manzana y se tienta en apreta…
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"Mentes brillantes" por Guillermo Horacio Pegoraro

25 Abr

Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016. Cuento de ciencia ficción.

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Mentes brillantes

Guillermo Horacio Pegoraro


13 mentes brillantesMira los indicadores, observa las lecturas, hace cálculos y reflexiona. Pasa al lado del brillante botón color manzana y se tienta en apretarlo. Sabe que puede hacerlo, nada se lo impide, salvo su conciencia.

Repite prolijamente el protocolo establecido, pero la tentación espolea sus pensamientos. Ese botón, ese botón… cuánta gloria lo espera por pulsar ese rojo botón. Muy dentro de su ser lo sabe; si instaló ese artilugio fue para accionarlo en algún momento ¿Por qué esperar? Si al lado está uno igual, pero amarillo, que lo protege si el primero representa peligro.

Su mente pivotea entre precaución y sueños de fama. Mira de nuevo el botón amarillo y se auto engaña al investirlo de imaginarias y poderosas propiedades, para dar paso a su traicionero narcisismo accionando el botón color manzana.

Nada pasa… todo pasará.

Lentamente se aleja y se sienta. En el otro extremo de la pequeña mesa alguien lo espera.

¿Cómo estás, Adan?

Creo que bien, Doctor Otto Baumann

Simplemente Otto, por favor.

Los dos se observan más de lo que hablan, tratan de descubrir en el otro algo de ellos mismos. El Dr. Bauman está ansioso, como padre esperando los primeros pasos de su hijo. Adan se encuentra desorientado, necesita ordenar en su mente los datos que definan su Yo y lo separen del afuera, a la vez que lo conecten con la realidad.

¿Tuve un accidente? –Pregunta Adan.

Algo parecido. Pero no te preocupes, iremos despacio y mejorarás con el tiempo ¿Recuerdas algo?

Es raro… me fluyen numerosos conocimientos, pero… no recuerdo nada de mí.

¿Qué desearías hacer ahora?

Me interesan esos botones, deseo tocarlos… quiero correr, saltar con usted, comer chocolate aunque no recuerdo a que sabe.

Otto Baumann sonríe, su compañero se comporta como un niño deseando jugar, gastar y consumir calorías irresponsablemente. Trata de calmarlo y aconsejarlo, pero sólo recibe caprichosas respuestas.

Déjame preguntarte ¿Sabes quién eres?

¿Quién soy o quién quiero ser? Porque está en mí hacer lo que nadie hace y llegar a ser la mejor expresión de mí.

Adan tiene sueños adolescentes, deja caprichos de lado para ambicionar hasta lo irreal. De algo está seguro, lo quiere hacer él mismo, sin consejos que lo limiten. Nuevamente el Doctor lo ayuda a reflexionar sobre la necesidad de tomar decisiones responsables, aunque haya que resignar deseos.

Sabe Doctor… estoy comenzando a comprender quién soy. Veo claro mi destino y estoy analizando los actos que me lleven a él.

Por primera vez Adan se comporta como adulto. Se muestra sarcástico. Sus ojos dejan de ser expresivamente fríos, ahora provocan temor. Sus manos no están en paz, son puños cerrados. No ha tenido tiempo de asimilar el amor, sus metas no requieren de empatía. El Dr. Otto Baumann comprende que nunca debió apretar el botón color manzana, y que jamás llegará al botón amarillo.

¿Está cansado Doctor? Necesita dormir… por un largo y largo tiempo.

Antes que sus ojos se cierren para siempre, el científico entiende que no solamente es su vida la que se apagará, sino la del resto de la humanidad, porque como dice la profecía “La primera máquina que piense por si misma… será la última que se nos permitirá inventar”.

 


Guillermo Horacio PegoraroArgentina, 1966. Licenciado en Comunicación Social – Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba. Licenciado en Psicología – Facultad de Psicología de Córdoba.


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Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016

«Entrelazamiento cuántico» por Gabriel Frenzotti

11 Abr

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Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016. Cuento de ciencia ficción.

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Entrelazamiento cuántico
Gabriel Frenzotti

Ahora ella duerme con placidez y gracia felina, pero sólo una hora antes, cuando estaba fuera de sí, habíamos discutido a los gritos. En reali…
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"Entrelazamiento cuántico" por Gabriel Frenzotti

11 Abr

Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016. Cuento de ciencia ficción.

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Entrelazamiento cuántico

Gabriel Frenzotti


11 entrelazamiento cuanticoAhora ella duerme con placidez y gracia felina, pero sólo una hora antes, cuando estaba fuera de sí, habíamos discutido a los gritos. En realidad, sólo ella gritaba, cosas como éstas:

No podés ser tan estúpido de no darte cuenta de que esto no da para más.

Y esta vez tenía razón, yo también sabía que ya no daba para más. Hacía mucho que había descubierto que sentía más cariño por nuestro gato Schrödinger que por ella. Justo antes de que el cansancio la venciera, me dijo con voz menguante:

¿Y sabés cuál es tu problema? Tu problema es que no entendés nada de la vida, de las cosas que de verdad importan, y nunca vas encontrar la respuesta en tus ecuaciones porque… en la vida real… no existe el álgebra…

Esos somníferos se demoraron en hacer efecto, pero cuando finalmente actuaron, lo hicieron de forma contundente. Ella duerme y siento curiosidad por saber cómo reaccionará cuando despierte y descubra lo que hice. Mientras tanto, podemos aprovechar la espera para poner en contexto la situación. Tal vez sirva para conocer las motivaciones, si no la justificación, de los eventos que ocurrieron después de que ella cayera en ese profundo sueño inducido, después de esa cita robada a Audrey de Twin Peaks. La persona que ella había llamado imbécil, idiota, pánfilo, bolas tristes y salame cuántico en los escasos diez minutos de discusión, había publicado un artículo que había redefinido la visión que los físicos tenían de la naturaleza. Era un texto bastante breve que trataba un viejo problema mal resuelto de la mecánica cuántica: la paradoja de EPR planteada por Einstein, Podolsky y Rosen en 1939. La mecánica cuántica había revolucionado la física en la primera mitad del siglo XX, pero desde entonces –y ya había pasado más de un siglo– no había habido aportes conceptuales de importancia, sólo notas a pie de página del gran libro de la física. Pero, según el consenso unánime de la comunidad científica, por fin había surgido un nombre que merecía mencionarse junto a los de Planck, Heisenberg y Schrödinger. Ese nombre es el mío.

La humildad no se cuenta entre mis virtudes, así que sabrán disculparme si hablo de mi obra sin rastros de falsa modestia. Mi publicación sobre la paradoja EPR constaba de dos partes. En la primera, probaba que existían interacciones instantáneas en sistemas sujetos a entrelazamiento cuántico. Eso era básicamente lo que había intuido Einstein: si se tienen dos partículas entrelazadas a nivel cuántico, lo que le suceda a una afecta instantáneamente a la otra. Pero era la segunda parte de ese paper la que contenía un descubrimiento que pateaba la estantería cuántica: la demostración de que cualquier par de partículas pueden entrelazarse. Esto llevaba implícita la conclusión de que, una vez entrelazados, se podía provocar que intercambiaran sus propiedades de modo instantáneo.

Pese a las inquietantes consecuencias de esa publicación (transmisión instantánea de información, teletransportanción, etc.), los aspectos más revolucionarios de mi trabajo aún permanecen inéditos. Esa publicación que tanto prestigio me había dado era sólo la punta del iceberg de una reformulación de la electrodinámica cuántica que mantuve hasta ahora en el mayor de los secretos. Los puntos más relevantes de mi trabajo –los que el mundo todavía no conoce– no tratan sobre partículas: tratan sobre la conciencia. La tesis que planteo es que la mente (o la conciencia, el alma, o como se prefiera llamarla) es en realidad una entidad cuántica, cuyas propiedades quedan definidas por una función de onda y en este sentido no difieren conceptualmente de las partículas. La consecuencia obvia de este razonamiento es que lo que funciona para un par de partículas debe por necesidad funcionar para un par de conciencias.

En cierta forma, esta teoría reivindica el concepto de alma, ya que demuestra que la materia sobre la que se consolida la conciencia no es relevante. Dentro de este marco teórico, el cerebro es tan sólo un contenedor de la conciencia, de forma similar a como antiguamente se consideraba que el cuerpo era un receptáculo momentáneo del alma. Yo mismo había demostrado, en rigurosos términos mecánico cuánticos, que un cerebro cualquiera podía contener cualquier conciencia.

Pero todo esto era teoría y la ciencia requiere de la experimentación y la constatación práctica, de otra forma no se trata más que de onanismo mental. Fue por este noble motivo, tan caro a la tradición científica inaugurada por Galileo, que tomé prestado un condensador de flujo del laboratorio. Es un aparato pequeño, del tamaño de una estufa eléctrica, que se conecta a una línea de corriente alterna de 220 V. Con sólo un consumo de 3.8 A, permite acumular una gran cantidad de energía y descargarla en pulsos intensos con una duración del orden de los femtosegundos. Era exactamente lo que se necesitaba, según mis cálculos, para crear el entrelazamiento cuántico entre las conciencias de un Homo sapiens y un Felis catus.

Había diseñado el experimento con cuidado y todo resultó según lo planeado. El procedimiento no había llevado más de quince minutos. La primera prueba del éxito del experimento es que Schrödinger, recluido en el jardín, ya se despertó y está hecho un demonio. Lanza alaridos y salta enloquecido contra las rejas de las ventanas, provocándose laceraciones que poco a poco lo van cubriendo de sangre. Parece poseído y me rompe el corazón verlo sufrir así. Tal vez tenga que sacrificarlo al pobrecito. La segunda prueba del éxito del experimento es el comportamiento de ella. Se está despertando y parece muy calmada, sin signos de su beligerancia anterior. Ahora abre los ojos y me dedica su encantadora mirada felina. Le acarició el cuello con suavidad y por primera vez la siento ronronear.


Gabriel Frenzotti (Buenos Aires, 1970) es químico profesional y escritor diletante. Ha publicado algunos relatos que forman parte de la colección Las enfermedades venéreas (aún inédita, aún inconclusa), entre los que se cuentan Kreppel (en La invención de la tuerca, Bruma Ediciones, 2015), El arte perdido de la conversación (Zona eReader, 2015) y Planeta rojo, planeta azul (Editorial “L.V.”, 2015). En ocasiones, también actúa como traductor diletante con el fin de compartir la obra de autores de imaginación desbordante y prácticamente desconocidos en lengua castellana, como es el caso del inglés Alex Burrett. Puede encontrarse más información acerca del autor, incluyendo algunos de sus textos, en su sitio personal (frenzos.wordpress.com).


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Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016

«El cráter en la Luna» por Alejandro Lamela

14 Mar

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Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016. Cuento de ciencia ficción.

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El cráter en la Luna
Alejandro Lamela

Aquella noche comenzó exactamente igual a tantas otras para el profesor Thompson. Inició su turno de trabajo en el observatorio con la misma tranqu…
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"El cráter en la Luna" por Alejandro Lamela

14 Mar

Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016. Cuento de ciencia ficción.

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El cráter en la Luna

Alejandro Lamela


10 el crater en la lunaAquella noche comenzó exactamente igual a tantas otras para el profesor Thompson. Inició su turno de trabajo en el observatorio con la misma tranquilidad de siempre, producto de años de rutinaria tarea. Aún así, podía decirse que todas las noches había en él un renovado optimismo sobre lo que podía llegar a realizar en una solitaria jornada de observación y relevamiento de datos.

Arrancó con su ritual habitual: servirse una gran taza de café; apilar unos cuantos cuadernos llenos de anotaciones a un costado del enorme telescopio de la sala central; chequear minuciosamente las últimas coordenadas de observación; planificar y acotar el campo de estudio de la jornada; limpiar sus lentes; y finalmente empezar con la tarea.

Y acercándose al visor, empezó con su labor nocturna.

Aunque pareciera un trabajo repetitivo, el profesor Thompson era extraordinariamente feliz en aquel lugar. Toda su vida había soñado con poder dedicarse a la astronomía, y luego de muchos años de esfuerzo y estudio finalmente había podido encontrar su lugar en el mundo, aunque fuera uno muy solitario.

Hacía más de veinte años desde que llegara por primera vez al observatorio de Stonevalley, cargado de emociones, de descubrimientos por hacer, de ideas revolucionarias y posibilidades científicas ilimitadas. Poco le importó la ubicación tan remota de aquel sitio, prácticamente aislado de toda civilización. En aquel páramo del noroeste, el poblado más cercano se encontraba a más de cincuenta kilómetros, algo que de seguro influyó en que durante dos décadas Thompson fuera el único que trabajara por las noches en aquel sitio.

Pero se sentía privilegiado. Aunque la observación de la Luna fuera algo casi obsoleto para muchos, luego de tantos años de estudios repetidos hasta el hartazgo, en aquel lugar todo era diferente. La gran ventaja del observatorio de Stonevalley era justamente la geografía en la que se hallaba: la más similar a la superficie lunar que pudiera encontrarse en todo el planeta.

Stonevalley era casi una réplica de la corteza lunar, sólo que con las obvias variaciones que la atmósfera y la presencia de vida podían producir en ella. Mesetas áridas, picos montañosos con escasa vegetación, cientos de cuevas de roca, senderos erosionados contra las laderas, polvo y más polvo acumulándose por doquier.

Pero Thompson, sabía que no había en todo el mundo mejor lugar para poder estudiar comparativamente la geología lunar con la terrestre más que allí.

No por nada, los aborígenes originales de aquel sitio lo habían llamado en su lengua “Tierra de la Luna”, por lo que tenía perfectamente sentido haber colocado allí tantas décadas atrás uno de los telescopios más potentes y precisos de observación lunar que pudiera hallarse.

Mientras tomaba las primeras anotaciones de la noche, estableciendo los puntos de referencia y observación de aquella jornada, notó a medida que iba aproximándose al cuadrante específico, que algo fuera de lo común había sucedido.

Cuarto cuadrante, en las cercanías del cráter de Tycho, en la parte sur de las zonas elevadas de la Luna.

El espacio delimitado sobre el que había relevado datos la noche anterior se veía claramente diferente, modificado estructuralmente, con una fuerte presencia de acumulación de polvo y rocas en zonas donde no las había encontrado antes. Comenzó a modificar levemente la orientación del telescopio, y halló aún más señales de que algo muy grande había ocurrido.

Fracturas, desprendimientos, hundimientos.

Hasta que ubicó la muestra definitiva: un enorme cráter penetraba la superficie, uno nuevo, uno que no estaba allí la noche anterior. Seguramente, el producto del impacto de un meteorito de importantes dimensiones.

Frenéticamente, comenzó a tomar nota de su hallazgo.

No se trataba de algo único: la Luna tenía millones de cráteres, ya que al no tener una atmósfera, los meteoritos y asteroides que viajaban por la espacio chocaban contra ella con la naturalidad con la que las olas del mar rompen sobre la costa.

Pero había algo que generaba una especial expectativa en el profesor Thompson: cada nuevo cráter descubierto en la superficie lunar pasaba a llevar el nombre de su descubridor.

Tantas veces Thompson había estado cerca de lograrlo, que casi había abandonado toda esperanza de pasar a la inmortalidad. En cuanto se reportaba con el Centro Continental de Observaciones, siempre se encontraba con la misma respuesta: otro ya lo había descubierto.

Semanas antes; días antes; hasta horas antes.

Era algo desesperante.

Pero esta vez estaba completamente seguro que aquel fenómeno no podía haber sido registrado por nadie más que él. Era su zona de observación, su responsabilidad, su descubrimiento. La mayoría de los grandes telescopios ya no le dedicaban tanta importancia a la contemplación exhaustiva de la Luna, por lo que el de Stonevalley tenía todas las de ganar ante una situación como esa.

Decidió realizar un relevamiento en detalle de los resultados del impacto sobre la superficie, ya que de otra manera el informe estaría incompleto. Preparó las coordenadas de aproximación, moduló el telescopio hacia una de las paredes del cráter, y realizó el acercamiento.

Su vista viajó a través del espacio, cruzando kilómetros y kilómetros en un segundo, el milagro de la ciencia en su máxima expresión.

Y finalmente comenzó a observar su tan ansiado fenómeno. Vio las cumbres circulares del cráter, el desplazamiento de las cortezas, la fragmentación de las rocas, las nuevas terrazas que se habían formado, el lecho rocoso fracturado, y no pudo evitar sentirse atraído a examinar dentro de una de esas fracturas.

Se aproximó lentamente; los cálculos matemáticos debían ser muy precisos para no perder la referencia exacta, los hacía en su mente y volcaba de inmediato en sus cuadernos de notas. Entró con su vista a través de la hendidura, vio las paredes laterales rajadas, la fuerza del impacto. Notó que el cráter había literalmente rebanado una enorme elevación de terreno lunar, como si una zarpa gigantesca hubiera cortado un trozo de montaña.

Vio los restos de rocas acumulados a un lado, las cuevas que se habían formado contra las paredes laterales del cráter, el polvo que había desplazado, y cómo éste aún no se había asentado en la superficie.

Pero de repente y como un haz de luz que viajara a través de millones de kilómetros en un instante, vio algo que congeló su sangre y entumeció sus miembros.

Algo se había movido.

Apartó los ojos un segundo, limpió sus gafas, y pensó que tal vez la emoción lo había traicionado. Trató de calmarse y volvió la vista sobre la mirilla.

Y lo que encontraron sus ojos pareció una verdadera alucinación.

Allí, entre los restos de roca fragmentada, habitando las hendiduras que se habían generado por el golpe del meteorito sobre la ladera de la enorme montaña lunar, en el lado interno de las terrazas de lo que ahora era un enorme cráter, su enorme cráter, había una decena de criaturas moviéndose lentamente al unísono.

Thompson sintió que su corazón se detenía.

Sudaba a mares, sus lentes se empañaban, su pulso parecía haberse vuelto loco hacía ya varios minutos. Pero esos seres seguían allí con su laboriosa tarea.

Apenas ajustó el curso de aproximación del telescopio, pudo verlas con mayor claridad.

Eran seres extraños, muy lejanamente humanoides. Eran altos y bastante grotescos. Su figura robusta demostraba una enorme espalda encorvada. Tenían piernas torcidas y brazos extremadamente grandes y gruesos, con manos que no dejaban de levantar restos de enormes rocas lunares, trabajando en conjunto para depositarlas en otro sitio. No tenían cabello alguno, ni vestimenta de ningún tipo.

Pero lo que más llamó la atención de Thompson fue la rugosidad de su piel (si aquello podía llamarse piel): era una mezcla de roca y polvo, solo que en movimiento, como si en lugar de músculos, tuvieran piedras entrelazadas una con otra, y en vez de una elástica piel, un polvo blanco caliza cubriera su superficie, y le diera a todo su ser una tonalidad marmórea como nada que hubiera visto en su vida.

Trató de pensar científicamente, pero descubrió que realmente era algo imposible en ese momento. Toda su experiencia le decía que aquello era irreal, que no había vida en la Luna, que las condiciones de subsistencia sin una atmósfera eran imposibles para casi cualquier organismo, que era irracional considerar que luego de tantos años de estudio, de misiones tripuladas enviadas a la Luna, nadie hubiera hallado rastros de aquellos seres.

Pero allí estaban.

Seguían con su laboriosa tarea de remoción de escombros, y Thompson pensó que tal vez esa fuera la explicación. Tal vez aquellos seres vivieran bajo la superficie lunar, en las gigantescas cuevas de aquellas montañas descomunales, manteniéndose ocultos, lejos de todo lo que pudiera observar o visitar la superficie, hasta que ese meteorito rebanara su hogar y los dejara al descubierto.

Sí, tal vez lo que aquellos seres habían sufrido fuera una especie de cataclismo espacial, y lo que ahora hacían era reconstruir su hogar, reorganizar su hábitat luego del desastre para poder hundirse nuevamente en las catacumbas lunares en las que vivieran por cientos, miles… ¡millones de años!.

Su mente volaba, construía hipótesis, relevaba datos, pero al mismo tiempo pensaba en que ese era el descubrimiento astronómico más grande de la historia humana, que su nombre sería reconocido por todos, que cambiaría el curso de los hechos de allí en más.

Pero debía volver a mirar, tenía que contemplarlos nuevamente, antes de comunicarse con el Centro Continental de Observaciones, y revelar a otros su descubrimiento.

Necesitaba un último momento de privacidad entre él y aquellos seres; aquellas criaturas quienes, por el simple hecho de existir, cambiarían su vida y la de todos los seres humanos.

Y cuando volvió a contemplarlos a través de la mirilla del telescopio sintió que el terror se colaba por sus pupilas hasta el fondo de su alma.

Todos y cada uno de aquellos seres habían detenido sus tareas, quedando en completa inmovilidad, con su rostro elevado, y su mirada dirigida exactamente a los ojos de Thompson.

No podía ser cierto. Su mente debía estar fallando. No había forma física de que esas criaturas lo hubieran detectado. No a través de semejante distancia. No cruzando el espacio.

Era imposible.

Pero allí estaban, con sus cabezas elevadas, y esos extraños ojos hundidos en las rocas de sus pómulos, mirando hacia él y su telescopio.

Y de repente un golpe fuerte y seco se oyó en el observatorio.

Thompson giró de su sitio, con el rostro completamente desencajado, su corazón latiendo a mil revoluciones por minuto, su vista dirigiéndose hacia la puerta principal del observatorio que estaba a sus espaldas.

Varios golpes volvieron a tronar en la soledad de la noche.

Los lentes resbalaron por el rostro del profesor Thompson, haciéndose añicos contra el suelo, mientras sus manos y piernas no paraban de temblar, en un convulsivo ataque de pánico.

Un último gran golpe sonó, y la puerta que estaba contemplando, voló por los aires.

A través del umbral, una, dos, tres, diez figuras atravesaron la noche y entraron en el recinto.

Thompson no podía reaccionar ante lo que estaba viendo.

¡Ellos… ellos estaban allí!

Seres como aquellos a los que había estaba contemplando, con sus músculos de roca, sus cabezas sin cabellos, sus pieles como polvo, estaban frente a él, salidos de aquel paraje tan similar al de la luna en el que se hallaba el observatorio, aproximándose, amenazadores, imparables, rodeándolo, elevando sus enormes y robustos brazos rocosos hacia él, desgarrando sus ropas, comprimiendo sus miembros, triturando sus huesos.

Y entre los irracionales gritos del profesor Thompson, unas voces ahogadas, pastosas, guturales, hablaron al unísono, exclamando en un sonido similar a la lengua humana algo así como: “Nuestros hermanos nos pidieron que ya no te dejáramos espiarlos”.

 


Alejandro Damián Lamela nació el 9 de abril de 1981, en el barrio porteño de Flores. Hijo de Ana Liguori y Ruben Lamela. Es Licenciado en Periodismo de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora, docente y escritor. Sus obras se han publicado en diversos sellos editoriales. Ha recibido numerosas distinciones literarias, las cuales incluyen el 1º Premio del Certamen Nacional de Narrativa 2005 de Ediciones Telmo, el 1º Premio en el I Concurso Internacional de relatos cortos de terror de Editorial Marlex, de Barcelona – España, y el 1º Premio del Certamen Nacional de Jóvenes Escritores (años 2011 y 2012) de Ediciones Mis Escritos. Es también autor de los libros “A las Puertas del Anochecer, cuentos fúnebres» (Ediciones Telmo 2006); «Bajo los Abismos de la Locura, cuentos ausentes» (Ediciones Mis Escritos 2012); y «Pasajero en Trance, crónicas de un viajero sufrido» (Ediciones Mis Escritos 2013).


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Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016

«Un almuerzo un tanto peculiar» por Hernán Paredes

8 Feb

Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016. Cuento de ciencia ficción.

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Un almuerzo un tanto peculiar
Hernán Paredes

Hace unos meses me tendieron una trampa. Fui invitado junto con un grupo de colegas a almorzar en la casa que estrenaba un ex compañero muy querido….
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"Un almuerzo un tanto peculiar" por Hernán Paredes

8 Feb

Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016. Cuento de ciencia ficción.

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Un almuerzo un tanto peculiar

Hernán Paredes


05 un almuerzo un tanto peculiarHace unos meses me tendieron una trampa. Fui invitado junto con un grupo de colegas a almorzar en la casa que estrenaba un ex compañero muy querido. Llegamos atrasados, como es habitual en nosotros, y luego del tour obligado nos sentamos a una mesa exquisitamente decorada (nuestro amigo es diseñador y tiene un toque muy especial con respecto a la estética), en donde encontramos una variedad de delicias que comenzamos a degustar mientras conversábamos. Después de una entrada muy variada y sabrosa, llegaron unas hamburguesas con papas rústicas a las que les siguió como postre un cheesecake con arándanos. La comida resultó inigualable, sobrepasaba con creces a cualquier restaurante de primera calidad, pero había un detalle en particular a tener en cuenta, ni las hamburguesas eran de lentejas ni el cheesecake era de queso de soja, nuestro amigo se había convertido a la antropofagia y nos había invitado/desafiado a experimentar su nuevo estilo de alimentación. En realidad fui con pocas expectativas (de hecho tenía pensado hacer una visita a McVeggie’s luego para no quedarme con las ganas de una “hamburguesa verdadera”), pero ese día caí en una trampa cuidadosamente preparada que terminó mudando el rumbo de mi vida. Seguir leyendo

Entrevista a Laura Ponce, editora de revista Pŕoxima – (En audio)

9 Dic

Lazamos el primer episodio de nuestro podcast Cosmocápsula goes Amazing, con una entrevista a Laura Ponce, editora de la revista Próxima.
Hablamos de la experiencia y el proceso de editar una revista de ciencia ficción, los triunfos y desafíos en esta empresa. También abordamos un poco el tema d…
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Revista de ciencia ficción Próxima: Entrevista a Laura Ponce, editora – (En audio)

9 Dic

Revista de ciencia ficción PróximaLazamos el primer episodio de nuestro podcast Cosmocápsula goes Amazing, con una entrevista a Laura Ponce, editora de la revista Próxima.

Hablamos de la experiencia y el proceso de editar una revista de ciencia ficción, los triunfos y desafíos en esta empresa. También abordamos un poco el tema de la presencia de mujeres escritoras  de ciencia ficción en el mundo hispanohablante, y el crecimiento de su participación en las publicaciones del género.

Sobre la revista de ciencia ficción PRÓXIMA:

Es una re­vista trimestral dedicada a la difusión del género fantástico y la ciencia ficción producidos en castellano. Desde 2009 publica cuentos ilustrados, entrevistas, artículos e historietas. Se trata de una publicación sin fines de lucro. Las colaboraciones no son pagas. Los autores, tanto escritores como ilustradores, mantienen los derechos sobre sus obras.

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