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«La tierra prometida» por Alfredo Moreno Vozmediano

2 May

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Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016. Cuento de ciencia ficción.

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La tierra prometida
Alfredo Moreno Vozmediano

Bernt miró al cielo. El resplandor de la Estrella estaba oculto tras la capa de nubes y humo, pero se adivinaba detrás del manto gris. Habí…
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"La tierra prometida" por Alfredo Moreno Vozmediano

2 May

Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016. Cuento de ciencia ficción.

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La tierra prometida

Alfredo Moreno Vozmediano


14 La tierra prometidaBernt miró al cielo. El resplandor de la Estrella estaba oculto tras la capa de nubes y humo, pero se adivinaba detrás del manto gris. Había sido así desde que tenía memoria.

A los demás habitantes de las cuevas no les gustaba salir al exterior. Hacía frío y la claridad que reverberaba entre las nubes dañaba los ojos. Pero Bernt era distinto. Nació con la piel oscura y los ojos marrones, y con una querencia irresistible por los espacios exteriores. En los días más claros, cuando la luz gris se volvía casi blanca y palpitaba en los oídos, era fácil encontrarlo mirando fijamente al cielo, como hipnotizado por aquel resplandor insano. Su padre lo observaba entonces desde la entrada de la cueva y recordaba el día en que Eira, la madre de Bernt, se había marchado para no regresar jamás.

¿Por qué se marchó Madre? —preguntó un día Bernt a bocajarro, muy serio, cuando apenas tenía cinco años.

Quería buscar algo.

¿El qué?

El padre dudó antes de responder, pero luego pensó que el chico merecía conocer la verdad.

La tierra prometida. Un lugar donde brilla la luz de la Estrella y los campos son verdes en lugar de grises y hay comida y agua en abundancia.

¿Y ese lugar existe, Padre?

Algunos dicen que sí, otros que solo es una leyenda.

¿Y tú qué piensas?

Dudó de nuevo antes de responder:

Que no hay gran diferencia. Si ese lugar existe, está tan lejos que nadie podrá alcanzarlo jamás. Es como si no existiera.

Bernt no dijo nada, pero por su cabeza cruzó un pensamiento descabellado, impropio de un niño de cinco años. Pensó que la palabra nadie era demasiado pequeña y que la palabra jamás era demasiado grande, y que por lo tanto había dos exageraciones en lo que había dicho su padre. Aquel día resolvió, sin saberlo, que algún día partiría a buscar la tierra prometida.

En los años siguientes preguntó a todo el que quiso atenderle acerca de la Estrella y de la tierra más allá de las nubes. Preguntó a los sabios, a los ancianos, a los niños, a los cuidadores de bestias y a las bestias mismas. Todos le decían lo mismo: nadie, jamás.

Y así creció: imaginándose a sí mismo partiendo durante la noche para no tener que despedirse de nadie.

Bernt sonrió al recordarlo. Estaba agazapado bajo una roca donde intentaba protegerse del frío. Había resultado imposible encender el fuego. El viento soplaba huracanado y levantaba espirales de polvo de nieve que volaban enloquecidas en todas direcciones. Su nariz y sus orejas estaban amoratadas. No sentía las manos ni los pies. La noche iba a ser larga y fría. Desde que partió de las cuevas, hacía diez días, el tiempo no había dejado de empeorar.

El viaje no estaba resultando la aventura trepidante que tantas veces había imaginado. Bernt tenía la edad suficiente como para saber que la realidad raramente está a la altura de las expectativas. Pero morir allí, de aquella forma miserable, convertido en un bloque de hielo en mitad del páramo, sin ninguna posibilidad de alcanzar no ya la tierra prometida, sino ni si quiera la visión de algo diferente de la meseta blanca estremecida por la nieve y el viento helado, le parecía una burla de los dioses.

Con la inconsciencia de sus dieciséis años, resolvió que caminaría toda la noche, y todas las noches siguientes si era preciso. Sabía que si se quedaba dormido no se despertaría nunca. Su única posibilidad era mantenerse en movimiento. Así que prosiguió su viaje, agotado y entumecido, sin más gloria que vencer la batalla que suponía dar un paso tras otro en medio de la ventisca con las piernas y los pies congelados. Dormiría durante el día, cuando la temperatura no fuera tan extrema, agazapado como una bestia tras una roca o unos matorrales marchitos donde el viento no pudiera encontrarlo de frente, y caminaría por las noches, siempre en la dirección en la que brillaba la Estrella entre las nubes de ceniza.

No vivió las grandes aventuras ni superó los innumerables peligros que había imaginado en las tranquilas noches de su niñez cuando soñaba despierto con emprender el camino. El tercer o cuarto día de su viaje supo, con la certeza de la lucidez, que los dioses no necesitaban proteger su secreto con temibles guardianes mitológicos, puesto que aquel desierto inacabable de hielo y frío era suficiente para mantener a los hombres de las cuevas lejos por toda la eternidad. Pero él no había llegado hasta allí para abandonar ahora. Y así continuaba un poco más, solo un poco más cada vez.

Había perdido la cuenta de los días cuando algo rompió la monotonía blanca de la llanura. Algo que se movía. Bernt pensó que se trataba de una alucinación, pero no lo era. Había algo allá al fondo, moviéndose entre los jirones de nieve, una sombra que se desplazaba, una figura vagamente humana envuelta en abrigos o mantas. Y se acercaba, se acercaba hacia él.

Pensó en esconderse en algún lugar, pero allí no había escondrijo posible, solo una llanura sin fin devastada por el aliento gélido de los dioses. Y, por otro lado, ¿esconderse para qué? ¿No había partido de las cuevas para encontrar algo? Aquella figura era lo primero que veía además de la nieve y el hielo.

Si él había visto a la figura, pensó Bernt, por fuerza la figura lo había tenido que ver a él. Sintió que su corazón se aceleraba. Hurgó apresurado en su morral buscando algo con lo que defenderse y solo encontró el pequeño cazo que usaba para calentar la comida. Lo volvió a dejar donde estaba y apretó los puños. Si la situación se complicaba, sabría usarlos con contundencia.

La sombra se aproximó lo suficiente como para que Bernt pudiera empezar a distinguirla. Lo primero que percibió fue que caminaba de un modo extraño, como si se deslizase sobre la nieve, sin el balanceo característico de una persona que camina. Pero no fue hasta que estuvo mucho más cerca que vio el brillo extraño bajo la capa y el resplandor rojizo a la altura de los ojos. Dio un paso atrás instintivamente. La sombra seguía acercándose, y ahora Bernt se daba cuenta de que lo hacía a más velocidad de lo que debería, de que algo estaba mal en la forma en la que aquello se movía hacia él. Ningún ser humano podría desplazarse tan deprisa y de un modo tan uniforme por aquella llanura helada. Cuando fue consciente de ello ya era tarde para hacer ninguna otra cosa. La sombra estaba muy cerca. Era muy alta, más alta que un hombre corpulento. Se le echaba encima deprisa, demasiado deprisa, como si no lo hubiera visto, como si no hubiera calculado bien el momento en el que tenía que frenar. Bernt cerró los ojos y se preparó para el impacto.

Pero el impacto no llegó. Cuando Bernt abrió los ojos, la criatura estaba inmóvil a menos de un metro de él, erguida como un gigante de piedra. Tragó saliva y se fijó en ella. Ahora podía ver los detalles con mucha claridad. Su cuerpo estaba cubierto de placas de metal oscuro y brillante, perlado con gotas de nieve derretida. Tenía forma humanoide, pero sin duda no era un ser humano, o al menos hacía mucho tiempo que había dejado de serlo. Distinguió el tronco, los brazos, la cabeza sobre los hombros, las facciones cinceladas sobre el metal en el lugar donde debería haber estado el rostro, pero ahí acababan las similitudes. Dos ascuas rojas ardían donde deberían estar los ojos, pinzas articuladas ocupaban el lugar de las manos y un largo manto metálico cubría el lugar donde deberían haber estado las piernas. No tenía pies, sino que bajo el manto asomaba un resplandor blanquecino que sostenía a la criatura flotando unos centímetros por encima de la nieve.

Antes de que Bernt pudiera asimilar lo que estaba viendo, la criatura metálica extendió uno de sus brazos terminados en pinzas y una voz artificial dijo:

Acompáñame.

Un escalofrío recorrió la espalda de Bernt y se dio cuenta de que llevaba un rato sin respirar. Cuando volvió a hacerlo sintió ganas de vomitar. Había algo monstruoso en aquel ser, en aquella pinza tendida hacia él, pero sobre todo en su voz, que había sonado rotunda y sin inflexiones, como la voz que uno imagina que debieron tener alguna vez las criaturas todopoderosas que crearon el mundo.

Acompáñame —volvió a decir la voz.

Bernt sentía que tenía que gritar, y probablemente correr y no detenerse hasta el fin del mundo, pero un terror ancestral le impedía moverse.

La criatura no lo repitió por tercera vez. Hizo un gesto inaprensible con el brazo derecho, y, de pronto, donde habían estado los dedos con forma de pinza apareció un pequeño tubo lleno de un líquido amarillento. En el extremo del tubo había un filamento metálico muy delgado, casi invisible. La parte más racional de la mente de Bernt, que pugnaba por sobreponerse y retomar el control, se preguntó qué diablos sería aquello cuando la criatura movió el brazo a la velocidad del pensamiento y clavó el filamento en el cuello de Bernt. Fue tan rápido que no le dolió. Una décima de segundo más tarde, el líquido amarillento ya no estaba en el tubo sino en el interior de su torrente sanguíneo, y la criatura había retirado el brazo. Bernt ni siquiera tuvo tiempo de llevarse la mano al cuello. Su vista se nubló, sus piernas flaquearon y se derrumbó sobre el hielo.

Despertó en un lugar desconocido. No estaba en el exterior, de eso estaba seguro, pero tampoco era una cueva. O, por lo menos, no era una cueva como las que él conocía. Se incorporó. Estaba acostado en un lecho flotante. Lo cubrían unos trozos de tela blanca y suave, más suave que cualquier piel curtida que Bernt hubiera visto nunca.

Puso los pies descalzos en el suelo. Era de metal bruñido pero estaba agradablemente cálido. Se sintió aturdido por un momento, y solo entonces recordó lo que había ocurrido y notó una punzada de temor. Miró alrededor. La caverna, o lo que fuera, era de pequeño tamaño. Las paredes eran lisas, tan pulidas como el suelo, y emitían una luz tenue y acogedora. En una esquina se adivinaba el contorno de una puerta. En el otro extremo, al lado de su viejo morral que destacaba como una mancha mugrienta en la pulcritud de la estancia, había una mesa y una silla, tan perfectamente labradas que casi parecían de una pieza, y un jarrón con flores artificiales en un estante. Bernt nunca había visto flores como aquellas. Se estaba aproximando a ellas cuando la puerta se abrió. Se giró temeroso de encontrarse con la criatura metálica que lo había sorprendido en la nieve, pero solo encontró a una mujer de mediana edad, con el pelo y la piel tan oscuros como los suyos, que le sonreía afectuosamente.

Ya te has despertado —dijo—. Bienvenido.

¿Bienvenido? ¿Dónde estoy? —preguntó Bernt.

Esa es una pregunta complicada, pero justa —dijo la mujer—. Sin embargo, ahora debes de estar hambriento. Por favor, acompáñame al comedor.

La mención de la comida hizo que Bernt fuera dolorosamente consciente del hambre que tenía. Había racionado sus provisiones para que le durasen todo el tiempo posible, y ahora, a juzgar por las quejas de su estómago, debía llevar bastante tiempo sin echarle nada.

La mujer salió de la habitación y Bernt la siguió. Lo condujo en silencio por pasillos acolchados, donde la temperatura era tan agradable y el aire tan limpio que Bernt casi sintió deseos de reír. Innumerables puertas se abrían a ambos lados. Se detuvieron frente a una de ellas y la mujer pulsó un botón en la pared. La puerta se abrió deslizándose en silencio. Entraron a un habitáculo estrecho, de paredes también metálicas. En una de ellas había un complicado panel plagado de luces y botones. La mujer pulsó algunos de ellos con la seguridad del que lo ha hecho muchas veces y las puertas se cerraron.

Es posible que ahora notes un ligero malestar. No te asustes, pasará en seguida.

La estancia se movió de forma imperceptible pero indudable, y Bernt sintió que el estómago le presionaba los pulmones y le impedía respirar. Se alarmó a pesar de la advertencia de la mujer, pero la sensación remitió en seguida. Apenas se había repuesto cuando un nuevo movimiento le hizo tambalearse. Un segundo después, la puerta se abrió y la mujer dijo:

Hemos llegado.

Ante ellos se abría una inmensa sala llena de mesas y de gente. Se trataba de personas normales, no de monstruos metálicos. Caminaban, comían, charlaban y reían. Un gran ventanal daba al exterior, donde las volutas de polvo de nieve se arremolinaban con la furia habitual. Unas sombras difusas se adivinaban entre la nieve, yendo y viniendo, al parecer ajenas a la fuerza de la ventisca. Algunas de ellas recordaban a la criatura metálica que había asaltado a Bernt en la llanura.

La mujer lo condujo hasta un mostrador. Pulsó un botón de color rojo y se abrió una compuerta en la pared. Una bandeja repleta de comida apareció movida por una cinta transportadora y se detuvo ante los ojos asombrados de Bernt. Tomó la bandeja entre sus manos. Estaba hecha un material liso y agradable al tacto que él no había visto nunca. La mujer volvió a pulsar el botón y otra bandeja con comida viajó a lo largo de la cinta y se detuvo mansamente ante ellos. Luego fueron a sentarse a una mesa.

Bernt no conocía ninguno de aquellos alimentos, pero olían bien y sabían aún mejor. Comió con avidez y solo cuando su estómago dejó de protestar preguntó:

¿De qué están hechas estas bandejas?

De plástico —dijo la mujer.

¿Plástico? —dijo Bernt—. Nunca he visto una piedra que se pudiera trabajar así. ¿De dónde lo extraéis? ¿Cómo lo moldeáis? ¿Y quiénes son ellos? —añadió señalando a las criaturas que se movían al otro lado del ventanal.

La mujer rió.

Calma —dijo—. Las preguntas de una en una. Si no, nos haremos un lío. Lo primero de todo: ¿cuál es tu nombre?

Bernt.

La mujer lo miró con una expresión indescifrable. Luego dijo:

Bernt. Me gusta. El plástico es una sustancia manufacturada a partir de la polimerización de cadenas de carbono. Lo obtenemos por reciclaje de otros plásticos sin uso. Se moldea fácilmente mediante la aplicación de calor. Y Ellos son los que han creado todo esto para nosotros, los que han organizado la resistencia, los que han construido el faro para llamar a los rebeldes y los que recogen a los viajeros perdidos en la nieve.

Bernt estuvo a punto de atragantarse.

¿Resistencia? ¿Un faro? No entiendo lo que dices. ¿Puedo comer más de esto?

La mujer rió con una risa franca que resonó en toda la sala. Luego se levantó y trajo otra bandeja de comida. Miró como Bernt apuraba los platos y después dijo:

Ahora que has saciado tu hambre, acompáñame al ascensor.

Regresaron al cubículo en el que habían entrado antes y la mujer volvió a pulsar unos botones. Bernt notó de nuevo esa sensación en las entrañas, pero, quizá porque la esperaba, le resultó menos desagradable que la primera vez. Al cabo de unos instantes la puerta se abrió y se encontraron en un largo pasillo con las nubes grises sobre su cabeza. Sin embargo, hasta allí no llegaba el frío ni el viento.

Estamos en la cúpula —dijo la mujer—. La mayor parte de la instalación está construida bajo tierra. El comedor y la cúpula son algunas de las excepciones. Sobre tu cabeza hay tres capas de vidrio transparente de diez milímetros de grosor que no podrías romper ni aún lanzándoles media montaña encima. Y allí al fondo está el faro. Ven.

Bernt la siguió observándolo todo con los ojos muy abiertos. Seguía sin comprender nada. Giraron en un recodo y llegaron ante una puerta cerrada. Sobre ella, por encima del techo transparente, se elevaba una estructura metálica, y en la cúspide brillaba una esfera de luz amarillenta tan potente que resultaba imposible mirarla directamente.

Ese es el faro —explicó la mujer—. Lo construyeron Ellos para que su resplandor fuera visible a muchos días de distancia, incluso a través de la nieve y la niebla. No es la verdadera Estrella. La Estrella sigue escondida detrás de las nubes. Los Otros la ocultaron para aniquilarnos.

¿Ellos? ¿Los Otros? No entiendo lo que me dices.

Es normal. Poco a poco comprenderás. Ellos y los Otros son los dioses de las leyendas. Seres de metal. Máquinas. Tienen sus propias reglas y se autoperpetúan en sus fábricas secretas. Nadie sabe cómo llegaron hasta aquí, o si existen desde siempre. Pero los Otros nos odian. Odian a los humanos. Solo a los humanos. Nos consideran una amenaza, para ellos y para el resto de lo que está vivo.

¿Por qué? Somos muy pocos, vivimos en nuestras cuevas sin hacer daño a nadie.

Este lugar tiene sus propias leyendas. Parece ser que no siempre fue así. Hubo un tiempo en el que nos extendimos por toda la tierra y sometimos al resto de especies. Entonces llegaron los Otros y decidieron que suponíamos un peligro, y sumieron el mundo en tinieblas para aniquilarnos, y solo unos pocos de nosotros logramos sobrevivir ocultos en las cuevas.

¿Dónde están los Otros?

Nadie lo sabe. Aquí, allá, en todas partes.

¿Y Ellos, los dioses buenos? ¿De dónde salieron? ¿Por qué nos ayudan?

Incluso los dioses tienen debilidades. No todos estuvieron de acuerdo con el diagnóstico, y menos aún con el tratamiento. Algunos se rebelaron. Hay una guerra entre los dioses de la luz y de la oscuridad, Bernt. Una guerra entre Ellos y los Otros, una guerra ancestral que se remonta al origen de los tiempos.

Bernt la escuchaba asombrado. De algún modo descabellado todo aquello tenía sentido, pero al mismo tiempo subvertía el lugar de los humanos en el mundo de un modo que le incomodaba.

¿Y qué pintamos nosotros en todo esto? —preguntó—. ¿Por qué se han tomado la molestia de construir este lugar?

Hay algo en nuestro interior de lo que Ellos carecen, Bernt —dijo la mujer—. No nos han dicho qué es, pero es fácil suponerlo. Algo que tiene que ver con la imaginación, la intuición, los sentimientos. Ellos piensan que son armas poderosas, las armas definitivas para ganar la guerra. A los Otros jamás se les ocurrirá pensar que un ejército de humanos podría derrotar a los mismos dioses.

¿Un ejército?

Así es, Bernt. Somos reclutas. Ellos levantaron este faro como quien lanza un mensaje al viento. Los más visionarios, los más soñadores, los que sentíamos la nostalgia del mundo que nunca conocimos, salimos de nuestros agujeros y lo vimos brillar en la oscuridad, y nos recordó el resplandor de la Estrella. No pudimos resistir el impulso de seguir la luz. Esos son los humanos que Ellos necesitan. Gente como tú o como yo, Bernt. Pronto seremos suficientes y podrá comenzar la última batalla. Si vencemos, los Otros se marcharán y todo volverá a ser como antes, cuando la tierra era joven y la Estrella brillaba y la estepa estaba cubierta de árboles y hierba.

Habían estado caminando por el pasillo de regreso al ascensor, pero ahora Bernt se detuvo bruscamente. Un destello de comprensión súbita lo asaltó como un golpe en la base de la espalda. Miró a la mujer a los ojos y dijo:

¿Eres…?

Eira. Tu madre. Sabía que antes o después lo comprenderías.

Bernt la miró, reconociendo en ella los ojos, la nariz, la expresión de su rostro al sonreír. Sintió deseos de abrazarla y de insultarla a la vez.

Sé que no debí haberme marchado —dijo Eira, como si le hubiera leído el pensamiento—. Pero, al mismo tiempo, no tuve más remedio que hacerlo. Tú debes entenderlo. La luz era demasiado poderosa. No podía ignorarla y seguir encerrada en aquella cueva. Cuando llegué aquí y comprendí, pedí a los dioses que algún día tú siguieras mi camino.

Se metieron de nuevo en el ascensor. Mientras las puertas se cerraban, Eira añadió:

Ya falta poco. El fin se acerca. Ven, hijo mío, te presentaré a los demás.

El ascensor se puso en marcha. Esta vez, Bernt no sintió ninguna molestia. Apretó los dientes. Sentía que por fin había llegado a casa.

 

 


Alfredo Moreno Vozmediano. España, 1974. Ingeniero en Informática por la Universidad de Málaga (1998) Programador informático entre 1998 y 2000 (Madrid). Profesor de enseñanza secundaria en diversos centros públicos de Andalucía desde el año 2000. Casado y padre de dos hijas.

Escritor novel. Ganador precoz de premios literarios (Ej: Unión de Consumidores El Molino de Ciudad Real, años 1987 y 1988)Seleccionado para la antología «Bajo la Piel vol. 1», Ed. Carpa de Sueños, 2015, ISBN 978-1517611354.

Autor de textos técnicos como:

  • ORTEGA, M. [et al.] (coord.). 1995. Informática Educativa: realidad y futuro: el Software IEE. (pp. 209 – 215), Cuenca: Universidad de Castilla – La Mancha, 1995, ISBN 84-88255-99-3.
  • MORENO, A. (Ed.). 2005. Introducción a la Programación en C. Almería. ISBN 84-689-2994-8.

Autor del blog «En segunda persona» (http://iesceliaciclos.org/)


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Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016

«Mentes brillantes» por Guillermo Horacio Pegoraro

25 Abr

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Mentes brillantes
Guillermo Horacio Pegoraro

Mira los indicadores, observa las lecturas, hace cálculos y reflexiona. Pasa al lado del brillante botón color manzana y se tienta en apreta…
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"Mentes brillantes" por Guillermo Horacio Pegoraro

25 Abr

Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016. Cuento de ciencia ficción.

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Mentes brillantes

Guillermo Horacio Pegoraro


13 mentes brillantesMira los indicadores, observa las lecturas, hace cálculos y reflexiona. Pasa al lado del brillante botón color manzana y se tienta en apretarlo. Sabe que puede hacerlo, nada se lo impide, salvo su conciencia.

Repite prolijamente el protocolo establecido, pero la tentación espolea sus pensamientos. Ese botón, ese botón… cuánta gloria lo espera por pulsar ese rojo botón. Muy dentro de su ser lo sabe; si instaló ese artilugio fue para accionarlo en algún momento ¿Por qué esperar? Si al lado está uno igual, pero amarillo, que lo protege si el primero representa peligro.

Su mente pivotea entre precaución y sueños de fama. Mira de nuevo el botón amarillo y se auto engaña al investirlo de imaginarias y poderosas propiedades, para dar paso a su traicionero narcisismo accionando el botón color manzana.

Nada pasa… todo pasará.

Lentamente se aleja y se sienta. En el otro extremo de la pequeña mesa alguien lo espera.

¿Cómo estás, Adan?

Creo que bien, Doctor Otto Baumann

Simplemente Otto, por favor.

Los dos se observan más de lo que hablan, tratan de descubrir en el otro algo de ellos mismos. El Dr. Bauman está ansioso, como padre esperando los primeros pasos de su hijo. Adan se encuentra desorientado, necesita ordenar en su mente los datos que definan su Yo y lo separen del afuera, a la vez que lo conecten con la realidad.

¿Tuve un accidente? –Pregunta Adan.

Algo parecido. Pero no te preocupes, iremos despacio y mejorarás con el tiempo ¿Recuerdas algo?

Es raro… me fluyen numerosos conocimientos, pero… no recuerdo nada de mí.

¿Qué desearías hacer ahora?

Me interesan esos botones, deseo tocarlos… quiero correr, saltar con usted, comer chocolate aunque no recuerdo a que sabe.

Otto Baumann sonríe, su compañero se comporta como un niño deseando jugar, gastar y consumir calorías irresponsablemente. Trata de calmarlo y aconsejarlo, pero sólo recibe caprichosas respuestas.

Déjame preguntarte ¿Sabes quién eres?

¿Quién soy o quién quiero ser? Porque está en mí hacer lo que nadie hace y llegar a ser la mejor expresión de mí.

Adan tiene sueños adolescentes, deja caprichos de lado para ambicionar hasta lo irreal. De algo está seguro, lo quiere hacer él mismo, sin consejos que lo limiten. Nuevamente el Doctor lo ayuda a reflexionar sobre la necesidad de tomar decisiones responsables, aunque haya que resignar deseos.

Sabe Doctor… estoy comenzando a comprender quién soy. Veo claro mi destino y estoy analizando los actos que me lleven a él.

Por primera vez Adan se comporta como adulto. Se muestra sarcástico. Sus ojos dejan de ser expresivamente fríos, ahora provocan temor. Sus manos no están en paz, son puños cerrados. No ha tenido tiempo de asimilar el amor, sus metas no requieren de empatía. El Dr. Otto Baumann comprende que nunca debió apretar el botón color manzana, y que jamás llegará al botón amarillo.

¿Está cansado Doctor? Necesita dormir… por un largo y largo tiempo.

Antes que sus ojos se cierren para siempre, el científico entiende que no solamente es su vida la que se apagará, sino la del resto de la humanidad, porque como dice la profecía “La primera máquina que piense por si misma… será la última que se nos permitirá inventar”.

 


Guillermo Horacio PegoraroArgentina, 1966. Licenciado en Comunicación Social – Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba. Licenciado en Psicología – Facultad de Psicología de Córdoba.


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Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016

Nuevo lanzamiento: Revista Cosmocápsula número 17

16 Abr

Portada RevistaCosmocápsula, revista de ciencia ficción en español, lanza su número 17 con cuentos, poesía y cómic de los mejores escritores del género en iberoamérica.

Adquiérala ahora en Lektu.com: Revista Cosmocápsula número 17

Contenidos

Editorial: Los exoplanetas de ciencia ficción – Dixon acosta

Los exoplanetas de ficción

El infierno verde – Ricardo Giraldez

La Nebulosa – Francisco García-Luengo Manchado

Reversión – Victor Eduardo Alvarado Torres

Bésame Muerte! – Diana Stephani Muñoz Ramos

Abiogénesis – Carlos Andrés Ortiz Aguas

La Máquina Inútil – Antonio Sancho Villar

Escaleras – Luciana Binolfi

Del Caos a la Partícula – Luisina Milone

Crónica del viaje de H. G. Wells desde Bogotá al País de los Ciegos – Dixon Acosta Medellín

A través del agujero – Cristóbal Cabrera

El espantapájaros y el vagabundo – Julio César Gómez Bahamón

«Entrelazamiento cuántico» por Gabriel Frenzotti

11 Abr

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Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016. Cuento de ciencia ficción.

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Entrelazamiento cuántico
Gabriel Frenzotti

Ahora ella duerme con placidez y gracia felina, pero sólo una hora antes, cuando estaba fuera de sí, habíamos discutido a los gritos. En reali…
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"Entrelazamiento cuántico" por Gabriel Frenzotti

11 Abr

Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016. Cuento de ciencia ficción.

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Entrelazamiento cuántico

Gabriel Frenzotti


11 entrelazamiento cuanticoAhora ella duerme con placidez y gracia felina, pero sólo una hora antes, cuando estaba fuera de sí, habíamos discutido a los gritos. En realidad, sólo ella gritaba, cosas como éstas:

No podés ser tan estúpido de no darte cuenta de que esto no da para más.

Y esta vez tenía razón, yo también sabía que ya no daba para más. Hacía mucho que había descubierto que sentía más cariño por nuestro gato Schrödinger que por ella. Justo antes de que el cansancio la venciera, me dijo con voz menguante:

¿Y sabés cuál es tu problema? Tu problema es que no entendés nada de la vida, de las cosas que de verdad importan, y nunca vas encontrar la respuesta en tus ecuaciones porque… en la vida real… no existe el álgebra…

Esos somníferos se demoraron en hacer efecto, pero cuando finalmente actuaron, lo hicieron de forma contundente. Ella duerme y siento curiosidad por saber cómo reaccionará cuando despierte y descubra lo que hice. Mientras tanto, podemos aprovechar la espera para poner en contexto la situación. Tal vez sirva para conocer las motivaciones, si no la justificación, de los eventos que ocurrieron después de que ella cayera en ese profundo sueño inducido, después de esa cita robada a Audrey de Twin Peaks. La persona que ella había llamado imbécil, idiota, pánfilo, bolas tristes y salame cuántico en los escasos diez minutos de discusión, había publicado un artículo que había redefinido la visión que los físicos tenían de la naturaleza. Era un texto bastante breve que trataba un viejo problema mal resuelto de la mecánica cuántica: la paradoja de EPR planteada por Einstein, Podolsky y Rosen en 1939. La mecánica cuántica había revolucionado la física en la primera mitad del siglo XX, pero desde entonces –y ya había pasado más de un siglo– no había habido aportes conceptuales de importancia, sólo notas a pie de página del gran libro de la física. Pero, según el consenso unánime de la comunidad científica, por fin había surgido un nombre que merecía mencionarse junto a los de Planck, Heisenberg y Schrödinger. Ese nombre es el mío.

La humildad no se cuenta entre mis virtudes, así que sabrán disculparme si hablo de mi obra sin rastros de falsa modestia. Mi publicación sobre la paradoja EPR constaba de dos partes. En la primera, probaba que existían interacciones instantáneas en sistemas sujetos a entrelazamiento cuántico. Eso era básicamente lo que había intuido Einstein: si se tienen dos partículas entrelazadas a nivel cuántico, lo que le suceda a una afecta instantáneamente a la otra. Pero era la segunda parte de ese paper la que contenía un descubrimiento que pateaba la estantería cuántica: la demostración de que cualquier par de partículas pueden entrelazarse. Esto llevaba implícita la conclusión de que, una vez entrelazados, se podía provocar que intercambiaran sus propiedades de modo instantáneo.

Pese a las inquietantes consecuencias de esa publicación (transmisión instantánea de información, teletransportanción, etc.), los aspectos más revolucionarios de mi trabajo aún permanecen inéditos. Esa publicación que tanto prestigio me había dado era sólo la punta del iceberg de una reformulación de la electrodinámica cuántica que mantuve hasta ahora en el mayor de los secretos. Los puntos más relevantes de mi trabajo –los que el mundo todavía no conoce– no tratan sobre partículas: tratan sobre la conciencia. La tesis que planteo es que la mente (o la conciencia, el alma, o como se prefiera llamarla) es en realidad una entidad cuántica, cuyas propiedades quedan definidas por una función de onda y en este sentido no difieren conceptualmente de las partículas. La consecuencia obvia de este razonamiento es que lo que funciona para un par de partículas debe por necesidad funcionar para un par de conciencias.

En cierta forma, esta teoría reivindica el concepto de alma, ya que demuestra que la materia sobre la que se consolida la conciencia no es relevante. Dentro de este marco teórico, el cerebro es tan sólo un contenedor de la conciencia, de forma similar a como antiguamente se consideraba que el cuerpo era un receptáculo momentáneo del alma. Yo mismo había demostrado, en rigurosos términos mecánico cuánticos, que un cerebro cualquiera podía contener cualquier conciencia.

Pero todo esto era teoría y la ciencia requiere de la experimentación y la constatación práctica, de otra forma no se trata más que de onanismo mental. Fue por este noble motivo, tan caro a la tradición científica inaugurada por Galileo, que tomé prestado un condensador de flujo del laboratorio. Es un aparato pequeño, del tamaño de una estufa eléctrica, que se conecta a una línea de corriente alterna de 220 V. Con sólo un consumo de 3.8 A, permite acumular una gran cantidad de energía y descargarla en pulsos intensos con una duración del orden de los femtosegundos. Era exactamente lo que se necesitaba, según mis cálculos, para crear el entrelazamiento cuántico entre las conciencias de un Homo sapiens y un Felis catus.

Había diseñado el experimento con cuidado y todo resultó según lo planeado. El procedimiento no había llevado más de quince minutos. La primera prueba del éxito del experimento es que Schrödinger, recluido en el jardín, ya se despertó y está hecho un demonio. Lanza alaridos y salta enloquecido contra las rejas de las ventanas, provocándose laceraciones que poco a poco lo van cubriendo de sangre. Parece poseído y me rompe el corazón verlo sufrir así. Tal vez tenga que sacrificarlo al pobrecito. La segunda prueba del éxito del experimento es el comportamiento de ella. Se está despertando y parece muy calmada, sin signos de su beligerancia anterior. Ahora abre los ojos y me dedica su encantadora mirada felina. Le acarició el cuello con suavidad y por primera vez la siento ronronear.


Gabriel Frenzotti (Buenos Aires, 1970) es químico profesional y escritor diletante. Ha publicado algunos relatos que forman parte de la colección Las enfermedades venéreas (aún inédita, aún inconclusa), entre los que se cuentan Kreppel (en La invención de la tuerca, Bruma Ediciones, 2015), El arte perdido de la conversación (Zona eReader, 2015) y Planeta rojo, planeta azul (Editorial “L.V.”, 2015). En ocasiones, también actúa como traductor diletante con el fin de compartir la obra de autores de imaginación desbordante y prácticamente desconocidos en lengua castellana, como es el caso del inglés Alex Burrett. Puede encontrarse más información acerca del autor, incluyendo algunos de sus textos, en su sitio personal (frenzos.wordpress.com).


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Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016

«El cráter en la Luna» por Alejandro Lamela

14 Mar

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Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016. Cuento de ciencia ficción.

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El cráter en la Luna
Alejandro Lamela

Aquella noche comenzó exactamente igual a tantas otras para el profesor Thompson. Inició su turno de trabajo en el observatorio con la misma tranqu…
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"El cráter en la Luna" por Alejandro Lamela

14 Mar

Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016. Cuento de ciencia ficción.

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El cráter en la Luna

Alejandro Lamela


10 el crater en la lunaAquella noche comenzó exactamente igual a tantas otras para el profesor Thompson. Inició su turno de trabajo en el observatorio con la misma tranquilidad de siempre, producto de años de rutinaria tarea. Aún así, podía decirse que todas las noches había en él un renovado optimismo sobre lo que podía llegar a realizar en una solitaria jornada de observación y relevamiento de datos.

Arrancó con su ritual habitual: servirse una gran taza de café; apilar unos cuantos cuadernos llenos de anotaciones a un costado del enorme telescopio de la sala central; chequear minuciosamente las últimas coordenadas de observación; planificar y acotar el campo de estudio de la jornada; limpiar sus lentes; y finalmente empezar con la tarea.

Y acercándose al visor, empezó con su labor nocturna.

Aunque pareciera un trabajo repetitivo, el profesor Thompson era extraordinariamente feliz en aquel lugar. Toda su vida había soñado con poder dedicarse a la astronomía, y luego de muchos años de esfuerzo y estudio finalmente había podido encontrar su lugar en el mundo, aunque fuera uno muy solitario.

Hacía más de veinte años desde que llegara por primera vez al observatorio de Stonevalley, cargado de emociones, de descubrimientos por hacer, de ideas revolucionarias y posibilidades científicas ilimitadas. Poco le importó la ubicación tan remota de aquel sitio, prácticamente aislado de toda civilización. En aquel páramo del noroeste, el poblado más cercano se encontraba a más de cincuenta kilómetros, algo que de seguro influyó en que durante dos décadas Thompson fuera el único que trabajara por las noches en aquel sitio.

Pero se sentía privilegiado. Aunque la observación de la Luna fuera algo casi obsoleto para muchos, luego de tantos años de estudios repetidos hasta el hartazgo, en aquel lugar todo era diferente. La gran ventaja del observatorio de Stonevalley era justamente la geografía en la que se hallaba: la más similar a la superficie lunar que pudiera encontrarse en todo el planeta.

Stonevalley era casi una réplica de la corteza lunar, sólo que con las obvias variaciones que la atmósfera y la presencia de vida podían producir en ella. Mesetas áridas, picos montañosos con escasa vegetación, cientos de cuevas de roca, senderos erosionados contra las laderas, polvo y más polvo acumulándose por doquier.

Pero Thompson, sabía que no había en todo el mundo mejor lugar para poder estudiar comparativamente la geología lunar con la terrestre más que allí.

No por nada, los aborígenes originales de aquel sitio lo habían llamado en su lengua “Tierra de la Luna”, por lo que tenía perfectamente sentido haber colocado allí tantas décadas atrás uno de los telescopios más potentes y precisos de observación lunar que pudiera hallarse.

Mientras tomaba las primeras anotaciones de la noche, estableciendo los puntos de referencia y observación de aquella jornada, notó a medida que iba aproximándose al cuadrante específico, que algo fuera de lo común había sucedido.

Cuarto cuadrante, en las cercanías del cráter de Tycho, en la parte sur de las zonas elevadas de la Luna.

El espacio delimitado sobre el que había relevado datos la noche anterior se veía claramente diferente, modificado estructuralmente, con una fuerte presencia de acumulación de polvo y rocas en zonas donde no las había encontrado antes. Comenzó a modificar levemente la orientación del telescopio, y halló aún más señales de que algo muy grande había ocurrido.

Fracturas, desprendimientos, hundimientos.

Hasta que ubicó la muestra definitiva: un enorme cráter penetraba la superficie, uno nuevo, uno que no estaba allí la noche anterior. Seguramente, el producto del impacto de un meteorito de importantes dimensiones.

Frenéticamente, comenzó a tomar nota de su hallazgo.

No se trataba de algo único: la Luna tenía millones de cráteres, ya que al no tener una atmósfera, los meteoritos y asteroides que viajaban por la espacio chocaban contra ella con la naturalidad con la que las olas del mar rompen sobre la costa.

Pero había algo que generaba una especial expectativa en el profesor Thompson: cada nuevo cráter descubierto en la superficie lunar pasaba a llevar el nombre de su descubridor.

Tantas veces Thompson había estado cerca de lograrlo, que casi había abandonado toda esperanza de pasar a la inmortalidad. En cuanto se reportaba con el Centro Continental de Observaciones, siempre se encontraba con la misma respuesta: otro ya lo había descubierto.

Semanas antes; días antes; hasta horas antes.

Era algo desesperante.

Pero esta vez estaba completamente seguro que aquel fenómeno no podía haber sido registrado por nadie más que él. Era su zona de observación, su responsabilidad, su descubrimiento. La mayoría de los grandes telescopios ya no le dedicaban tanta importancia a la contemplación exhaustiva de la Luna, por lo que el de Stonevalley tenía todas las de ganar ante una situación como esa.

Decidió realizar un relevamiento en detalle de los resultados del impacto sobre la superficie, ya que de otra manera el informe estaría incompleto. Preparó las coordenadas de aproximación, moduló el telescopio hacia una de las paredes del cráter, y realizó el acercamiento.

Su vista viajó a través del espacio, cruzando kilómetros y kilómetros en un segundo, el milagro de la ciencia en su máxima expresión.

Y finalmente comenzó a observar su tan ansiado fenómeno. Vio las cumbres circulares del cráter, el desplazamiento de las cortezas, la fragmentación de las rocas, las nuevas terrazas que se habían formado, el lecho rocoso fracturado, y no pudo evitar sentirse atraído a examinar dentro de una de esas fracturas.

Se aproximó lentamente; los cálculos matemáticos debían ser muy precisos para no perder la referencia exacta, los hacía en su mente y volcaba de inmediato en sus cuadernos de notas. Entró con su vista a través de la hendidura, vio las paredes laterales rajadas, la fuerza del impacto. Notó que el cráter había literalmente rebanado una enorme elevación de terreno lunar, como si una zarpa gigantesca hubiera cortado un trozo de montaña.

Vio los restos de rocas acumulados a un lado, las cuevas que se habían formado contra las paredes laterales del cráter, el polvo que había desplazado, y cómo éste aún no se había asentado en la superficie.

Pero de repente y como un haz de luz que viajara a través de millones de kilómetros en un instante, vio algo que congeló su sangre y entumeció sus miembros.

Algo se había movido.

Apartó los ojos un segundo, limpió sus gafas, y pensó que tal vez la emoción lo había traicionado. Trató de calmarse y volvió la vista sobre la mirilla.

Y lo que encontraron sus ojos pareció una verdadera alucinación.

Allí, entre los restos de roca fragmentada, habitando las hendiduras que se habían generado por el golpe del meteorito sobre la ladera de la enorme montaña lunar, en el lado interno de las terrazas de lo que ahora era un enorme cráter, su enorme cráter, había una decena de criaturas moviéndose lentamente al unísono.

Thompson sintió que su corazón se detenía.

Sudaba a mares, sus lentes se empañaban, su pulso parecía haberse vuelto loco hacía ya varios minutos. Pero esos seres seguían allí con su laboriosa tarea.

Apenas ajustó el curso de aproximación del telescopio, pudo verlas con mayor claridad.

Eran seres extraños, muy lejanamente humanoides. Eran altos y bastante grotescos. Su figura robusta demostraba una enorme espalda encorvada. Tenían piernas torcidas y brazos extremadamente grandes y gruesos, con manos que no dejaban de levantar restos de enormes rocas lunares, trabajando en conjunto para depositarlas en otro sitio. No tenían cabello alguno, ni vestimenta de ningún tipo.

Pero lo que más llamó la atención de Thompson fue la rugosidad de su piel (si aquello podía llamarse piel): era una mezcla de roca y polvo, solo que en movimiento, como si en lugar de músculos, tuvieran piedras entrelazadas una con otra, y en vez de una elástica piel, un polvo blanco caliza cubriera su superficie, y le diera a todo su ser una tonalidad marmórea como nada que hubiera visto en su vida.

Trató de pensar científicamente, pero descubrió que realmente era algo imposible en ese momento. Toda su experiencia le decía que aquello era irreal, que no había vida en la Luna, que las condiciones de subsistencia sin una atmósfera eran imposibles para casi cualquier organismo, que era irracional considerar que luego de tantos años de estudio, de misiones tripuladas enviadas a la Luna, nadie hubiera hallado rastros de aquellos seres.

Pero allí estaban.

Seguían con su laboriosa tarea de remoción de escombros, y Thompson pensó que tal vez esa fuera la explicación. Tal vez aquellos seres vivieran bajo la superficie lunar, en las gigantescas cuevas de aquellas montañas descomunales, manteniéndose ocultos, lejos de todo lo que pudiera observar o visitar la superficie, hasta que ese meteorito rebanara su hogar y los dejara al descubierto.

Sí, tal vez lo que aquellos seres habían sufrido fuera una especie de cataclismo espacial, y lo que ahora hacían era reconstruir su hogar, reorganizar su hábitat luego del desastre para poder hundirse nuevamente en las catacumbas lunares en las que vivieran por cientos, miles… ¡millones de años!.

Su mente volaba, construía hipótesis, relevaba datos, pero al mismo tiempo pensaba en que ese era el descubrimiento astronómico más grande de la historia humana, que su nombre sería reconocido por todos, que cambiaría el curso de los hechos de allí en más.

Pero debía volver a mirar, tenía que contemplarlos nuevamente, antes de comunicarse con el Centro Continental de Observaciones, y revelar a otros su descubrimiento.

Necesitaba un último momento de privacidad entre él y aquellos seres; aquellas criaturas quienes, por el simple hecho de existir, cambiarían su vida y la de todos los seres humanos.

Y cuando volvió a contemplarlos a través de la mirilla del telescopio sintió que el terror se colaba por sus pupilas hasta el fondo de su alma.

Todos y cada uno de aquellos seres habían detenido sus tareas, quedando en completa inmovilidad, con su rostro elevado, y su mirada dirigida exactamente a los ojos de Thompson.

No podía ser cierto. Su mente debía estar fallando. No había forma física de que esas criaturas lo hubieran detectado. No a través de semejante distancia. No cruzando el espacio.

Era imposible.

Pero allí estaban, con sus cabezas elevadas, y esos extraños ojos hundidos en las rocas de sus pómulos, mirando hacia él y su telescopio.

Y de repente un golpe fuerte y seco se oyó en el observatorio.

Thompson giró de su sitio, con el rostro completamente desencajado, su corazón latiendo a mil revoluciones por minuto, su vista dirigiéndose hacia la puerta principal del observatorio que estaba a sus espaldas.

Varios golpes volvieron a tronar en la soledad de la noche.

Los lentes resbalaron por el rostro del profesor Thompson, haciéndose añicos contra el suelo, mientras sus manos y piernas no paraban de temblar, en un convulsivo ataque de pánico.

Un último gran golpe sonó, y la puerta que estaba contemplando, voló por los aires.

A través del umbral, una, dos, tres, diez figuras atravesaron la noche y entraron en el recinto.

Thompson no podía reaccionar ante lo que estaba viendo.

¡Ellos… ellos estaban allí!

Seres como aquellos a los que había estaba contemplando, con sus músculos de roca, sus cabezas sin cabellos, sus pieles como polvo, estaban frente a él, salidos de aquel paraje tan similar al de la luna en el que se hallaba el observatorio, aproximándose, amenazadores, imparables, rodeándolo, elevando sus enormes y robustos brazos rocosos hacia él, desgarrando sus ropas, comprimiendo sus miembros, triturando sus huesos.

Y entre los irracionales gritos del profesor Thompson, unas voces ahogadas, pastosas, guturales, hablaron al unísono, exclamando en un sonido similar a la lengua humana algo así como: “Nuestros hermanos nos pidieron que ya no te dejáramos espiarlos”.

 


Alejandro Damián Lamela nació el 9 de abril de 1981, en el barrio porteño de Flores. Hijo de Ana Liguori y Ruben Lamela. Es Licenciado en Periodismo de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora, docente y escritor. Sus obras se han publicado en diversos sellos editoriales. Ha recibido numerosas distinciones literarias, las cuales incluyen el 1º Premio del Certamen Nacional de Narrativa 2005 de Ediciones Telmo, el 1º Premio en el I Concurso Internacional de relatos cortos de terror de Editorial Marlex, de Barcelona – España, y el 1º Premio del Certamen Nacional de Jóvenes Escritores (años 2011 y 2012) de Ediciones Mis Escritos. Es también autor de los libros “A las Puertas del Anochecer, cuentos fúnebres» (Ediciones Telmo 2006); «Bajo los Abismos de la Locura, cuentos ausentes» (Ediciones Mis Escritos 2012); y «Pasajero en Trance, crónicas de un viajero sufrido» (Ediciones Mis Escritos 2013).


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Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016

Nueva antología: «Alrededor del mundo en más de 80 cuentos de ciencia ficción»

9 Mar

CompartirRecientemente se publicó la antología Alrededor del mundo en más de 80 cuentos de ciencia ficción (Around the World in more than 80 SF – Stories) gracias al trabajo del editor Erik Schreiber y la traductora Pia Oberacker-Pilick a través de la editorial Saphir im Stahl
En Alrededor …
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