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«La tierra prometida» por Alfredo Moreno Vozmediano

2 May

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Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016. Cuento de ciencia ficción.

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La tierra prometida
Alfredo Moreno Vozmediano

Bernt miró al cielo. El resplandor de la Estrella estaba oculto tras la capa de nubes y humo, pero se adivinaba detrás del manto gris. Habí…
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"La tierra prometida" por Alfredo Moreno Vozmediano

2 May

Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016. Cuento de ciencia ficción.

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La tierra prometida

Alfredo Moreno Vozmediano


14 La tierra prometidaBernt miró al cielo. El resplandor de la Estrella estaba oculto tras la capa de nubes y humo, pero se adivinaba detrás del manto gris. Había sido así desde que tenía memoria.

A los demás habitantes de las cuevas no les gustaba salir al exterior. Hacía frío y la claridad que reverberaba entre las nubes dañaba los ojos. Pero Bernt era distinto. Nació con la piel oscura y los ojos marrones, y con una querencia irresistible por los espacios exteriores. En los días más claros, cuando la luz gris se volvía casi blanca y palpitaba en los oídos, era fácil encontrarlo mirando fijamente al cielo, como hipnotizado por aquel resplandor insano. Su padre lo observaba entonces desde la entrada de la cueva y recordaba el día en que Eira, la madre de Bernt, se había marchado para no regresar jamás.

¿Por qué se marchó Madre? —preguntó un día Bernt a bocajarro, muy serio, cuando apenas tenía cinco años.

Quería buscar algo.

¿El qué?

El padre dudó antes de responder, pero luego pensó que el chico merecía conocer la verdad.

La tierra prometida. Un lugar donde brilla la luz de la Estrella y los campos son verdes en lugar de grises y hay comida y agua en abundancia.

¿Y ese lugar existe, Padre?

Algunos dicen que sí, otros que solo es una leyenda.

¿Y tú qué piensas?

Dudó de nuevo antes de responder:

Que no hay gran diferencia. Si ese lugar existe, está tan lejos que nadie podrá alcanzarlo jamás. Es como si no existiera.

Bernt no dijo nada, pero por su cabeza cruzó un pensamiento descabellado, impropio de un niño de cinco años. Pensó que la palabra nadie era demasiado pequeña y que la palabra jamás era demasiado grande, y que por lo tanto había dos exageraciones en lo que había dicho su padre. Aquel día resolvió, sin saberlo, que algún día partiría a buscar la tierra prometida.

En los años siguientes preguntó a todo el que quiso atenderle acerca de la Estrella y de la tierra más allá de las nubes. Preguntó a los sabios, a los ancianos, a los niños, a los cuidadores de bestias y a las bestias mismas. Todos le decían lo mismo: nadie, jamás.

Y así creció: imaginándose a sí mismo partiendo durante la noche para no tener que despedirse de nadie.

Bernt sonrió al recordarlo. Estaba agazapado bajo una roca donde intentaba protegerse del frío. Había resultado imposible encender el fuego. El viento soplaba huracanado y levantaba espirales de polvo de nieve que volaban enloquecidas en todas direcciones. Su nariz y sus orejas estaban amoratadas. No sentía las manos ni los pies. La noche iba a ser larga y fría. Desde que partió de las cuevas, hacía diez días, el tiempo no había dejado de empeorar.

El viaje no estaba resultando la aventura trepidante que tantas veces había imaginado. Bernt tenía la edad suficiente como para saber que la realidad raramente está a la altura de las expectativas. Pero morir allí, de aquella forma miserable, convertido en un bloque de hielo en mitad del páramo, sin ninguna posibilidad de alcanzar no ya la tierra prometida, sino ni si quiera la visión de algo diferente de la meseta blanca estremecida por la nieve y el viento helado, le parecía una burla de los dioses.

Con la inconsciencia de sus dieciséis años, resolvió que caminaría toda la noche, y todas las noches siguientes si era preciso. Sabía que si se quedaba dormido no se despertaría nunca. Su única posibilidad era mantenerse en movimiento. Así que prosiguió su viaje, agotado y entumecido, sin más gloria que vencer la batalla que suponía dar un paso tras otro en medio de la ventisca con las piernas y los pies congelados. Dormiría durante el día, cuando la temperatura no fuera tan extrema, agazapado como una bestia tras una roca o unos matorrales marchitos donde el viento no pudiera encontrarlo de frente, y caminaría por las noches, siempre en la dirección en la que brillaba la Estrella entre las nubes de ceniza.

No vivió las grandes aventuras ni superó los innumerables peligros que había imaginado en las tranquilas noches de su niñez cuando soñaba despierto con emprender el camino. El tercer o cuarto día de su viaje supo, con la certeza de la lucidez, que los dioses no necesitaban proteger su secreto con temibles guardianes mitológicos, puesto que aquel desierto inacabable de hielo y frío era suficiente para mantener a los hombres de las cuevas lejos por toda la eternidad. Pero él no había llegado hasta allí para abandonar ahora. Y así continuaba un poco más, solo un poco más cada vez.

Había perdido la cuenta de los días cuando algo rompió la monotonía blanca de la llanura. Algo que se movía. Bernt pensó que se trataba de una alucinación, pero no lo era. Había algo allá al fondo, moviéndose entre los jirones de nieve, una sombra que se desplazaba, una figura vagamente humana envuelta en abrigos o mantas. Y se acercaba, se acercaba hacia él.

Pensó en esconderse en algún lugar, pero allí no había escondrijo posible, solo una llanura sin fin devastada por el aliento gélido de los dioses. Y, por otro lado, ¿esconderse para qué? ¿No había partido de las cuevas para encontrar algo? Aquella figura era lo primero que veía además de la nieve y el hielo.

Si él había visto a la figura, pensó Bernt, por fuerza la figura lo había tenido que ver a él. Sintió que su corazón se aceleraba. Hurgó apresurado en su morral buscando algo con lo que defenderse y solo encontró el pequeño cazo que usaba para calentar la comida. Lo volvió a dejar donde estaba y apretó los puños. Si la situación se complicaba, sabría usarlos con contundencia.

La sombra se aproximó lo suficiente como para que Bernt pudiera empezar a distinguirla. Lo primero que percibió fue que caminaba de un modo extraño, como si se deslizase sobre la nieve, sin el balanceo característico de una persona que camina. Pero no fue hasta que estuvo mucho más cerca que vio el brillo extraño bajo la capa y el resplandor rojizo a la altura de los ojos. Dio un paso atrás instintivamente. La sombra seguía acercándose, y ahora Bernt se daba cuenta de que lo hacía a más velocidad de lo que debería, de que algo estaba mal en la forma en la que aquello se movía hacia él. Ningún ser humano podría desplazarse tan deprisa y de un modo tan uniforme por aquella llanura helada. Cuando fue consciente de ello ya era tarde para hacer ninguna otra cosa. La sombra estaba muy cerca. Era muy alta, más alta que un hombre corpulento. Se le echaba encima deprisa, demasiado deprisa, como si no lo hubiera visto, como si no hubiera calculado bien el momento en el que tenía que frenar. Bernt cerró los ojos y se preparó para el impacto.

Pero el impacto no llegó. Cuando Bernt abrió los ojos, la criatura estaba inmóvil a menos de un metro de él, erguida como un gigante de piedra. Tragó saliva y se fijó en ella. Ahora podía ver los detalles con mucha claridad. Su cuerpo estaba cubierto de placas de metal oscuro y brillante, perlado con gotas de nieve derretida. Tenía forma humanoide, pero sin duda no era un ser humano, o al menos hacía mucho tiempo que había dejado de serlo. Distinguió el tronco, los brazos, la cabeza sobre los hombros, las facciones cinceladas sobre el metal en el lugar donde debería haber estado el rostro, pero ahí acababan las similitudes. Dos ascuas rojas ardían donde deberían estar los ojos, pinzas articuladas ocupaban el lugar de las manos y un largo manto metálico cubría el lugar donde deberían haber estado las piernas. No tenía pies, sino que bajo el manto asomaba un resplandor blanquecino que sostenía a la criatura flotando unos centímetros por encima de la nieve.

Antes de que Bernt pudiera asimilar lo que estaba viendo, la criatura metálica extendió uno de sus brazos terminados en pinzas y una voz artificial dijo:

Acompáñame.

Un escalofrío recorrió la espalda de Bernt y se dio cuenta de que llevaba un rato sin respirar. Cuando volvió a hacerlo sintió ganas de vomitar. Había algo monstruoso en aquel ser, en aquella pinza tendida hacia él, pero sobre todo en su voz, que había sonado rotunda y sin inflexiones, como la voz que uno imagina que debieron tener alguna vez las criaturas todopoderosas que crearon el mundo.

Acompáñame —volvió a decir la voz.

Bernt sentía que tenía que gritar, y probablemente correr y no detenerse hasta el fin del mundo, pero un terror ancestral le impedía moverse.

La criatura no lo repitió por tercera vez. Hizo un gesto inaprensible con el brazo derecho, y, de pronto, donde habían estado los dedos con forma de pinza apareció un pequeño tubo lleno de un líquido amarillento. En el extremo del tubo había un filamento metálico muy delgado, casi invisible. La parte más racional de la mente de Bernt, que pugnaba por sobreponerse y retomar el control, se preguntó qué diablos sería aquello cuando la criatura movió el brazo a la velocidad del pensamiento y clavó el filamento en el cuello de Bernt. Fue tan rápido que no le dolió. Una décima de segundo más tarde, el líquido amarillento ya no estaba en el tubo sino en el interior de su torrente sanguíneo, y la criatura había retirado el brazo. Bernt ni siquiera tuvo tiempo de llevarse la mano al cuello. Su vista se nubló, sus piernas flaquearon y se derrumbó sobre el hielo.

Despertó en un lugar desconocido. No estaba en el exterior, de eso estaba seguro, pero tampoco era una cueva. O, por lo menos, no era una cueva como las que él conocía. Se incorporó. Estaba acostado en un lecho flotante. Lo cubrían unos trozos de tela blanca y suave, más suave que cualquier piel curtida que Bernt hubiera visto nunca.

Puso los pies descalzos en el suelo. Era de metal bruñido pero estaba agradablemente cálido. Se sintió aturdido por un momento, y solo entonces recordó lo que había ocurrido y notó una punzada de temor. Miró alrededor. La caverna, o lo que fuera, era de pequeño tamaño. Las paredes eran lisas, tan pulidas como el suelo, y emitían una luz tenue y acogedora. En una esquina se adivinaba el contorno de una puerta. En el otro extremo, al lado de su viejo morral que destacaba como una mancha mugrienta en la pulcritud de la estancia, había una mesa y una silla, tan perfectamente labradas que casi parecían de una pieza, y un jarrón con flores artificiales en un estante. Bernt nunca había visto flores como aquellas. Se estaba aproximando a ellas cuando la puerta se abrió. Se giró temeroso de encontrarse con la criatura metálica que lo había sorprendido en la nieve, pero solo encontró a una mujer de mediana edad, con el pelo y la piel tan oscuros como los suyos, que le sonreía afectuosamente.

Ya te has despertado —dijo—. Bienvenido.

¿Bienvenido? ¿Dónde estoy? —preguntó Bernt.

Esa es una pregunta complicada, pero justa —dijo la mujer—. Sin embargo, ahora debes de estar hambriento. Por favor, acompáñame al comedor.

La mención de la comida hizo que Bernt fuera dolorosamente consciente del hambre que tenía. Había racionado sus provisiones para que le durasen todo el tiempo posible, y ahora, a juzgar por las quejas de su estómago, debía llevar bastante tiempo sin echarle nada.

La mujer salió de la habitación y Bernt la siguió. Lo condujo en silencio por pasillos acolchados, donde la temperatura era tan agradable y el aire tan limpio que Bernt casi sintió deseos de reír. Innumerables puertas se abrían a ambos lados. Se detuvieron frente a una de ellas y la mujer pulsó un botón en la pared. La puerta se abrió deslizándose en silencio. Entraron a un habitáculo estrecho, de paredes también metálicas. En una de ellas había un complicado panel plagado de luces y botones. La mujer pulsó algunos de ellos con la seguridad del que lo ha hecho muchas veces y las puertas se cerraron.

Es posible que ahora notes un ligero malestar. No te asustes, pasará en seguida.

La estancia se movió de forma imperceptible pero indudable, y Bernt sintió que el estómago le presionaba los pulmones y le impedía respirar. Se alarmó a pesar de la advertencia de la mujer, pero la sensación remitió en seguida. Apenas se había repuesto cuando un nuevo movimiento le hizo tambalearse. Un segundo después, la puerta se abrió y la mujer dijo:

Hemos llegado.

Ante ellos se abría una inmensa sala llena de mesas y de gente. Se trataba de personas normales, no de monstruos metálicos. Caminaban, comían, charlaban y reían. Un gran ventanal daba al exterior, donde las volutas de polvo de nieve se arremolinaban con la furia habitual. Unas sombras difusas se adivinaban entre la nieve, yendo y viniendo, al parecer ajenas a la fuerza de la ventisca. Algunas de ellas recordaban a la criatura metálica que había asaltado a Bernt en la llanura.

La mujer lo condujo hasta un mostrador. Pulsó un botón de color rojo y se abrió una compuerta en la pared. Una bandeja repleta de comida apareció movida por una cinta transportadora y se detuvo ante los ojos asombrados de Bernt. Tomó la bandeja entre sus manos. Estaba hecha un material liso y agradable al tacto que él no había visto nunca. La mujer volvió a pulsar el botón y otra bandeja con comida viajó a lo largo de la cinta y se detuvo mansamente ante ellos. Luego fueron a sentarse a una mesa.

Bernt no conocía ninguno de aquellos alimentos, pero olían bien y sabían aún mejor. Comió con avidez y solo cuando su estómago dejó de protestar preguntó:

¿De qué están hechas estas bandejas?

De plástico —dijo la mujer.

¿Plástico? —dijo Bernt—. Nunca he visto una piedra que se pudiera trabajar así. ¿De dónde lo extraéis? ¿Cómo lo moldeáis? ¿Y quiénes son ellos? —añadió señalando a las criaturas que se movían al otro lado del ventanal.

La mujer rió.

Calma —dijo—. Las preguntas de una en una. Si no, nos haremos un lío. Lo primero de todo: ¿cuál es tu nombre?

Bernt.

La mujer lo miró con una expresión indescifrable. Luego dijo:

Bernt. Me gusta. El plástico es una sustancia manufacturada a partir de la polimerización de cadenas de carbono. Lo obtenemos por reciclaje de otros plásticos sin uso. Se moldea fácilmente mediante la aplicación de calor. Y Ellos son los que han creado todo esto para nosotros, los que han organizado la resistencia, los que han construido el faro para llamar a los rebeldes y los que recogen a los viajeros perdidos en la nieve.

Bernt estuvo a punto de atragantarse.

¿Resistencia? ¿Un faro? No entiendo lo que dices. ¿Puedo comer más de esto?

La mujer rió con una risa franca que resonó en toda la sala. Luego se levantó y trajo otra bandeja de comida. Miró como Bernt apuraba los platos y después dijo:

Ahora que has saciado tu hambre, acompáñame al ascensor.

Regresaron al cubículo en el que habían entrado antes y la mujer volvió a pulsar unos botones. Bernt notó de nuevo esa sensación en las entrañas, pero, quizá porque la esperaba, le resultó menos desagradable que la primera vez. Al cabo de unos instantes la puerta se abrió y se encontraron en un largo pasillo con las nubes grises sobre su cabeza. Sin embargo, hasta allí no llegaba el frío ni el viento.

Estamos en la cúpula —dijo la mujer—. La mayor parte de la instalación está construida bajo tierra. El comedor y la cúpula son algunas de las excepciones. Sobre tu cabeza hay tres capas de vidrio transparente de diez milímetros de grosor que no podrías romper ni aún lanzándoles media montaña encima. Y allí al fondo está el faro. Ven.

Bernt la siguió observándolo todo con los ojos muy abiertos. Seguía sin comprender nada. Giraron en un recodo y llegaron ante una puerta cerrada. Sobre ella, por encima del techo transparente, se elevaba una estructura metálica, y en la cúspide brillaba una esfera de luz amarillenta tan potente que resultaba imposible mirarla directamente.

Ese es el faro —explicó la mujer—. Lo construyeron Ellos para que su resplandor fuera visible a muchos días de distancia, incluso a través de la nieve y la niebla. No es la verdadera Estrella. La Estrella sigue escondida detrás de las nubes. Los Otros la ocultaron para aniquilarnos.

¿Ellos? ¿Los Otros? No entiendo lo que me dices.

Es normal. Poco a poco comprenderás. Ellos y los Otros son los dioses de las leyendas. Seres de metal. Máquinas. Tienen sus propias reglas y se autoperpetúan en sus fábricas secretas. Nadie sabe cómo llegaron hasta aquí, o si existen desde siempre. Pero los Otros nos odian. Odian a los humanos. Solo a los humanos. Nos consideran una amenaza, para ellos y para el resto de lo que está vivo.

¿Por qué? Somos muy pocos, vivimos en nuestras cuevas sin hacer daño a nadie.

Este lugar tiene sus propias leyendas. Parece ser que no siempre fue así. Hubo un tiempo en el que nos extendimos por toda la tierra y sometimos al resto de especies. Entonces llegaron los Otros y decidieron que suponíamos un peligro, y sumieron el mundo en tinieblas para aniquilarnos, y solo unos pocos de nosotros logramos sobrevivir ocultos en las cuevas.

¿Dónde están los Otros?

Nadie lo sabe. Aquí, allá, en todas partes.

¿Y Ellos, los dioses buenos? ¿De dónde salieron? ¿Por qué nos ayudan?

Incluso los dioses tienen debilidades. No todos estuvieron de acuerdo con el diagnóstico, y menos aún con el tratamiento. Algunos se rebelaron. Hay una guerra entre los dioses de la luz y de la oscuridad, Bernt. Una guerra entre Ellos y los Otros, una guerra ancestral que se remonta al origen de los tiempos.

Bernt la escuchaba asombrado. De algún modo descabellado todo aquello tenía sentido, pero al mismo tiempo subvertía el lugar de los humanos en el mundo de un modo que le incomodaba.

¿Y qué pintamos nosotros en todo esto? —preguntó—. ¿Por qué se han tomado la molestia de construir este lugar?

Hay algo en nuestro interior de lo que Ellos carecen, Bernt —dijo la mujer—. No nos han dicho qué es, pero es fácil suponerlo. Algo que tiene que ver con la imaginación, la intuición, los sentimientos. Ellos piensan que son armas poderosas, las armas definitivas para ganar la guerra. A los Otros jamás se les ocurrirá pensar que un ejército de humanos podría derrotar a los mismos dioses.

¿Un ejército?

Así es, Bernt. Somos reclutas. Ellos levantaron este faro como quien lanza un mensaje al viento. Los más visionarios, los más soñadores, los que sentíamos la nostalgia del mundo que nunca conocimos, salimos de nuestros agujeros y lo vimos brillar en la oscuridad, y nos recordó el resplandor de la Estrella. No pudimos resistir el impulso de seguir la luz. Esos son los humanos que Ellos necesitan. Gente como tú o como yo, Bernt. Pronto seremos suficientes y podrá comenzar la última batalla. Si vencemos, los Otros se marcharán y todo volverá a ser como antes, cuando la tierra era joven y la Estrella brillaba y la estepa estaba cubierta de árboles y hierba.

Habían estado caminando por el pasillo de regreso al ascensor, pero ahora Bernt se detuvo bruscamente. Un destello de comprensión súbita lo asaltó como un golpe en la base de la espalda. Miró a la mujer a los ojos y dijo:

¿Eres…?

Eira. Tu madre. Sabía que antes o después lo comprenderías.

Bernt la miró, reconociendo en ella los ojos, la nariz, la expresión de su rostro al sonreír. Sintió deseos de abrazarla y de insultarla a la vez.

Sé que no debí haberme marchado —dijo Eira, como si le hubiera leído el pensamiento—. Pero, al mismo tiempo, no tuve más remedio que hacerlo. Tú debes entenderlo. La luz era demasiado poderosa. No podía ignorarla y seguir encerrada en aquella cueva. Cuando llegué aquí y comprendí, pedí a los dioses que algún día tú siguieras mi camino.

Se metieron de nuevo en el ascensor. Mientras las puertas se cerraban, Eira añadió:

Ya falta poco. El fin se acerca. Ven, hijo mío, te presentaré a los demás.

El ascensor se puso en marcha. Esta vez, Bernt no sintió ninguna molestia. Apretó los dientes. Sentía que por fin había llegado a casa.

 

 


Alfredo Moreno Vozmediano. España, 1974. Ingeniero en Informática por la Universidad de Málaga (1998) Programador informático entre 1998 y 2000 (Madrid). Profesor de enseñanza secundaria en diversos centros públicos de Andalucía desde el año 2000. Casado y padre de dos hijas.

Escritor novel. Ganador precoz de premios literarios (Ej: Unión de Consumidores El Molino de Ciudad Real, años 1987 y 1988)Seleccionado para la antología «Bajo la Piel vol. 1», Ed. Carpa de Sueños, 2015, ISBN 978-1517611354.

Autor de textos técnicos como:

  • ORTEGA, M. [et al.] (coord.). 1995. Informática Educativa: realidad y futuro: el Software IEE. (pp. 209 – 215), Cuenca: Universidad de Castilla – La Mancha, 1995, ISBN 84-88255-99-3.
  • MORENO, A. (Ed.). 2005. Introducción a la Programación en C. Almería. ISBN 84-689-2994-8.

Autor del blog «En segunda persona» (http://iesceliaciclos.org/)


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Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016

«Mentes brillantes» por Guillermo Horacio Pegoraro

25 Abr

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Mentes brillantes
Guillermo Horacio Pegoraro

Mira los indicadores, observa las lecturas, hace cálculos y reflexiona. Pasa al lado del brillante botón color manzana y se tienta en apreta…
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"Mentes brillantes" por Guillermo Horacio Pegoraro

25 Abr

Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016. Cuento de ciencia ficción.

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Mentes brillantes

Guillermo Horacio Pegoraro


13 mentes brillantesMira los indicadores, observa las lecturas, hace cálculos y reflexiona. Pasa al lado del brillante botón color manzana y se tienta en apretarlo. Sabe que puede hacerlo, nada se lo impide, salvo su conciencia.

Repite prolijamente el protocolo establecido, pero la tentación espolea sus pensamientos. Ese botón, ese botón… cuánta gloria lo espera por pulsar ese rojo botón. Muy dentro de su ser lo sabe; si instaló ese artilugio fue para accionarlo en algún momento ¿Por qué esperar? Si al lado está uno igual, pero amarillo, que lo protege si el primero representa peligro.

Su mente pivotea entre precaución y sueños de fama. Mira de nuevo el botón amarillo y se auto engaña al investirlo de imaginarias y poderosas propiedades, para dar paso a su traicionero narcisismo accionando el botón color manzana.

Nada pasa… todo pasará.

Lentamente se aleja y se sienta. En el otro extremo de la pequeña mesa alguien lo espera.

¿Cómo estás, Adan?

Creo que bien, Doctor Otto Baumann

Simplemente Otto, por favor.

Los dos se observan más de lo que hablan, tratan de descubrir en el otro algo de ellos mismos. El Dr. Bauman está ansioso, como padre esperando los primeros pasos de su hijo. Adan se encuentra desorientado, necesita ordenar en su mente los datos que definan su Yo y lo separen del afuera, a la vez que lo conecten con la realidad.

¿Tuve un accidente? –Pregunta Adan.

Algo parecido. Pero no te preocupes, iremos despacio y mejorarás con el tiempo ¿Recuerdas algo?

Es raro… me fluyen numerosos conocimientos, pero… no recuerdo nada de mí.

¿Qué desearías hacer ahora?

Me interesan esos botones, deseo tocarlos… quiero correr, saltar con usted, comer chocolate aunque no recuerdo a que sabe.

Otto Baumann sonríe, su compañero se comporta como un niño deseando jugar, gastar y consumir calorías irresponsablemente. Trata de calmarlo y aconsejarlo, pero sólo recibe caprichosas respuestas.

Déjame preguntarte ¿Sabes quién eres?

¿Quién soy o quién quiero ser? Porque está en mí hacer lo que nadie hace y llegar a ser la mejor expresión de mí.

Adan tiene sueños adolescentes, deja caprichos de lado para ambicionar hasta lo irreal. De algo está seguro, lo quiere hacer él mismo, sin consejos que lo limiten. Nuevamente el Doctor lo ayuda a reflexionar sobre la necesidad de tomar decisiones responsables, aunque haya que resignar deseos.

Sabe Doctor… estoy comenzando a comprender quién soy. Veo claro mi destino y estoy analizando los actos que me lleven a él.

Por primera vez Adan se comporta como adulto. Se muestra sarcástico. Sus ojos dejan de ser expresivamente fríos, ahora provocan temor. Sus manos no están en paz, son puños cerrados. No ha tenido tiempo de asimilar el amor, sus metas no requieren de empatía. El Dr. Otto Baumann comprende que nunca debió apretar el botón color manzana, y que jamás llegará al botón amarillo.

¿Está cansado Doctor? Necesita dormir… por un largo y largo tiempo.

Antes que sus ojos se cierren para siempre, el científico entiende que no solamente es su vida la que se apagará, sino la del resto de la humanidad, porque como dice la profecía “La primera máquina que piense por si misma… será la última que se nos permitirá inventar”.

 


Guillermo Horacio PegoraroArgentina, 1966. Licenciado en Comunicación Social – Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba. Licenciado en Psicología – Facultad de Psicología de Córdoba.


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Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016

«Entrelazamiento cuántico» por Gabriel Frenzotti

11 Abr

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Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016. Cuento de ciencia ficción.

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Entrelazamiento cuántico
Gabriel Frenzotti

Ahora ella duerme con placidez y gracia felina, pero sólo una hora antes, cuando estaba fuera de sí, habíamos discutido a los gritos. En reali…
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"Entrelazamiento cuántico" por Gabriel Frenzotti

11 Abr

Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016. Cuento de ciencia ficción.

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Entrelazamiento cuántico

Gabriel Frenzotti


11 entrelazamiento cuanticoAhora ella duerme con placidez y gracia felina, pero sólo una hora antes, cuando estaba fuera de sí, habíamos discutido a los gritos. En realidad, sólo ella gritaba, cosas como éstas:

No podés ser tan estúpido de no darte cuenta de que esto no da para más.

Y esta vez tenía razón, yo también sabía que ya no daba para más. Hacía mucho que había descubierto que sentía más cariño por nuestro gato Schrödinger que por ella. Justo antes de que el cansancio la venciera, me dijo con voz menguante:

¿Y sabés cuál es tu problema? Tu problema es que no entendés nada de la vida, de las cosas que de verdad importan, y nunca vas encontrar la respuesta en tus ecuaciones porque… en la vida real… no existe el álgebra…

Esos somníferos se demoraron en hacer efecto, pero cuando finalmente actuaron, lo hicieron de forma contundente. Ella duerme y siento curiosidad por saber cómo reaccionará cuando despierte y descubra lo que hice. Mientras tanto, podemos aprovechar la espera para poner en contexto la situación. Tal vez sirva para conocer las motivaciones, si no la justificación, de los eventos que ocurrieron después de que ella cayera en ese profundo sueño inducido, después de esa cita robada a Audrey de Twin Peaks. La persona que ella había llamado imbécil, idiota, pánfilo, bolas tristes y salame cuántico en los escasos diez minutos de discusión, había publicado un artículo que había redefinido la visión que los físicos tenían de la naturaleza. Era un texto bastante breve que trataba un viejo problema mal resuelto de la mecánica cuántica: la paradoja de EPR planteada por Einstein, Podolsky y Rosen en 1939. La mecánica cuántica había revolucionado la física en la primera mitad del siglo XX, pero desde entonces –y ya había pasado más de un siglo– no había habido aportes conceptuales de importancia, sólo notas a pie de página del gran libro de la física. Pero, según el consenso unánime de la comunidad científica, por fin había surgido un nombre que merecía mencionarse junto a los de Planck, Heisenberg y Schrödinger. Ese nombre es el mío.

La humildad no se cuenta entre mis virtudes, así que sabrán disculparme si hablo de mi obra sin rastros de falsa modestia. Mi publicación sobre la paradoja EPR constaba de dos partes. En la primera, probaba que existían interacciones instantáneas en sistemas sujetos a entrelazamiento cuántico. Eso era básicamente lo que había intuido Einstein: si se tienen dos partículas entrelazadas a nivel cuántico, lo que le suceda a una afecta instantáneamente a la otra. Pero era la segunda parte de ese paper la que contenía un descubrimiento que pateaba la estantería cuántica: la demostración de que cualquier par de partículas pueden entrelazarse. Esto llevaba implícita la conclusión de que, una vez entrelazados, se podía provocar que intercambiaran sus propiedades de modo instantáneo.

Pese a las inquietantes consecuencias de esa publicación (transmisión instantánea de información, teletransportanción, etc.), los aspectos más revolucionarios de mi trabajo aún permanecen inéditos. Esa publicación que tanto prestigio me había dado era sólo la punta del iceberg de una reformulación de la electrodinámica cuántica que mantuve hasta ahora en el mayor de los secretos. Los puntos más relevantes de mi trabajo –los que el mundo todavía no conoce– no tratan sobre partículas: tratan sobre la conciencia. La tesis que planteo es que la mente (o la conciencia, el alma, o como se prefiera llamarla) es en realidad una entidad cuántica, cuyas propiedades quedan definidas por una función de onda y en este sentido no difieren conceptualmente de las partículas. La consecuencia obvia de este razonamiento es que lo que funciona para un par de partículas debe por necesidad funcionar para un par de conciencias.

En cierta forma, esta teoría reivindica el concepto de alma, ya que demuestra que la materia sobre la que se consolida la conciencia no es relevante. Dentro de este marco teórico, el cerebro es tan sólo un contenedor de la conciencia, de forma similar a como antiguamente se consideraba que el cuerpo era un receptáculo momentáneo del alma. Yo mismo había demostrado, en rigurosos términos mecánico cuánticos, que un cerebro cualquiera podía contener cualquier conciencia.

Pero todo esto era teoría y la ciencia requiere de la experimentación y la constatación práctica, de otra forma no se trata más que de onanismo mental. Fue por este noble motivo, tan caro a la tradición científica inaugurada por Galileo, que tomé prestado un condensador de flujo del laboratorio. Es un aparato pequeño, del tamaño de una estufa eléctrica, que se conecta a una línea de corriente alterna de 220 V. Con sólo un consumo de 3.8 A, permite acumular una gran cantidad de energía y descargarla en pulsos intensos con una duración del orden de los femtosegundos. Era exactamente lo que se necesitaba, según mis cálculos, para crear el entrelazamiento cuántico entre las conciencias de un Homo sapiens y un Felis catus.

Había diseñado el experimento con cuidado y todo resultó según lo planeado. El procedimiento no había llevado más de quince minutos. La primera prueba del éxito del experimento es que Schrödinger, recluido en el jardín, ya se despertó y está hecho un demonio. Lanza alaridos y salta enloquecido contra las rejas de las ventanas, provocándose laceraciones que poco a poco lo van cubriendo de sangre. Parece poseído y me rompe el corazón verlo sufrir así. Tal vez tenga que sacrificarlo al pobrecito. La segunda prueba del éxito del experimento es el comportamiento de ella. Se está despertando y parece muy calmada, sin signos de su beligerancia anterior. Ahora abre los ojos y me dedica su encantadora mirada felina. Le acarició el cuello con suavidad y por primera vez la siento ronronear.


Gabriel Frenzotti (Buenos Aires, 1970) es químico profesional y escritor diletante. Ha publicado algunos relatos que forman parte de la colección Las enfermedades venéreas (aún inédita, aún inconclusa), entre los que se cuentan Kreppel (en La invención de la tuerca, Bruma Ediciones, 2015), El arte perdido de la conversación (Zona eReader, 2015) y Planeta rojo, planeta azul (Editorial “L.V.”, 2015). En ocasiones, también actúa como traductor diletante con el fin de compartir la obra de autores de imaginación desbordante y prácticamente desconocidos en lengua castellana, como es el caso del inglés Alex Burrett. Puede encontrarse más información acerca del autor, incluyendo algunos de sus textos, en su sitio personal (frenzos.wordpress.com).


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Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016

Reseña: «Arrúllame Ramona» por David Pérez Marulanda

7 Mar

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Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016. Reseñas.

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Reseña: Arrúllame Ramona
David Pérez Marulanda

Arrúllame Ramona
Andrés Felipe Escovar, Luis Cermeño
Senderos Editores
Bogotá
2014
“Arrúllame Ramona” es un cuento a cuatro manos de los escritores colombia…
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Reseña: "Arrúllame Ramona" por David Pérez Marulanda

7 Mar

Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016. Reseñas.

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Reseña: Arrúllame Ramona

David Pérez Marulanda


Arrúllame Ramona

Andrés Felipe Escovar, Luis Cermeño

Senderos Editores

Bogotá

2014

09 arrullame-ramonaArrúllame Ramona” es un cuento a cuatro manos de los escritores colombianos Andrés Felipe Escovar y Luis Cermeño. Aunque en esta ocasión hablamos de una edición por separado, el relato hace parte de una antología de cuentos de los mismos autores titulada Tríptico de verano y un chupacabras, el cual, según su página web, se encuentra aún sin publicar al momento de escribir esta reseña. Escovar y Cermeño, además de escribir literatura, también editan y redactan contenidos en el blog de ciencia ficción MilInviernos.com y son editores de Editorial Milinviernos. Los cuentos de Escovar pueden encontrarse principalmente en publicaciones digitales, entre las que contamos Axxón (“Crónica de las caricias” – Axxón 268, diciembre de 2015; “Abuela” – Axxón 235, octubre de 2012) y el libro de cuentos Tríptico de verano y una mirla, escrito en conjunto con Luis Cermeño y Julián Andrés Marsella ( el libro se puede descargar gratuitamente desde la página de su editorial). De la misma forma, Cermeño cuenta con gran variedad de cuentos publicados en revistas en español, como Revista Pŕoxima (Argentina) y Cosmocápsula (Colombia)

La narración sigue la historia de Jim Denski, eminente hombre de ciencia paraguayo, venido a menos después de perder el respeto de la comunidad científica y ganar las burlas de los colegas como resultado de los recurrentes fracasos en sus inventos. En su infortunio, Denski decide arriesgarse por una nueva creación que le devolverá tanto la buena reputación en su campo como la compañía femenina, pues su esposa se había suicidado años atrás, tal vez en un arranque del gran odio que sentía hacia el inventor. El protagonista sigue un procedimiento similar a aquel realizado por el Doctor Frankenstein de Mary Shelley, y trae a la vida un robot femenino con corazón de terciopelo para que sea su nueva esposa. El nombre de esta pareja mecánica: Ramona. El conflicto surge cuando aquella mujer artificial resulta tener una personalidad completamente distinta de lo esperado, encarnando un posmodernismo radical que la distancia de su creador, dejando a Denski en una batalla constante para ganar su amor.

Desde el inicio mismo de la historia se nota en “Arrúllame Ramona” un fuerte estilo surrealista que mezcla y, en cierta forma se burla, de las convenciones del steampunk, el cyberpunk y las ucronías, sin dejar de ser un grandioso relato de ciencia ficción. El lenguaje es a la vez elaborado y cotidiano, el humor, oscuro y retorcido, inevitablemente saca gustosas sonrisas malévolas al lector. Vemos en un mismo escenario a Albert Einstein, Thomas Alba Edison y Nicola Tesla, descritos de formas totalmente distintas a las convencionales. La ironía, la sexualidad y la crítica son la constante y el lector, que ha iniciado con una inyección de narrativa particular pero energizante, se mantiene en una actitud de hiperactividad hasta la última palabra.

Otro elemento que resalta de la narración es su hipertextualidad, pues bulle con referencias a textos y aplicaciones web que existen en la vida real, cuyo acceso por parte del lector contribuirá a expandir la experiencia de lectura, tornando una pieza de ficción en interactiva y experimental.

Esta muestra del trabajo de Cermeño y Escovar es una más para desmontar la idea de que en Colombia no se escribe ciencia ficción, o que se escribe poca, pues en los últimos años se ha visto un pulular de autores colombianos y latinoamericanos del género con una calidad altísima en su prosa entre los cuales, los creadores de “Arrúllame Ramona”, se encuentran en el grupo que hace la punta de la lanza.


David Pérez Marulanda. Editor de Revista Cosmocápsula.


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Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016

«Cuish cuish» por Itzabella Ortacelli

29 Feb

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Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016. Cuento de ciencia ficción.

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Cuish cuish
Itzabella Ortacelli

Azucena se removió incómoda en su puesto. A su lado, una mujer gorda no dejaba de sonarse los dedos una y otra vez, una y otra vez. El chasquido de sus h…
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"Cuish cuish" por Itzabella Ortacelli

29 Feb

Revista Cosmocápsula número 16. Enero – Marzo 2016. Cuento de ciencia ficción.

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Cuish cuish

Itzabella Ortacelli


08 cuish cuishAzucena se removió incómoda en su puesto. A su lado, una mujer gorda no dejaba de sonarse los dedos una y otra vez, una y otra vez. El chasquido de sus huesos le recordaba el sonido que había hecho la puerta del cuarto de Mercedes al cerrarse. A esas horas, su hija debía estar desayunando… o llorando… no, Mercedes nunca fue de las que llorasen. Para más, el maricón de su padre, Paco, era quien moqueaba y se pasaba las horas frente al televisor viendo telenovelas, como la gran mayoría de los hombres del año tres mil cincuenta.

En otros tiempos, las mujeres habían lavado platos y visto telenovelas todo el día. Ahora, las mujeres trabajaban en las fábricas biotecnológicas, mascaban hierba, bebían hasta agarrarse a golpes entre ellas mientras que, los llorones de sus maridos, lavaban la ropa y fregaban los pisos en la casa, quejándose, siempre quejándose. Paco específicamente era de los que se quejaba, y ella había tenido que zurrarle varias veces para acallarlo.

Pero quien más le preocupaba era Mercedes. Tenía ocho años, y le habían detectado leucemia. Tantos años de evolución, y no habían podido encontrar la puñetera cura para el cáncer. Jodido. Malditamente jodido. Y aunque existiera la cura, Azucena dudaba que hubieran podido costearlo. Ni siquiera podían cubrir los gastos para un tratamiento decente… por eso estaba allí, embutida en una nave trasbordadora junto con otras nueve mujeres, con el mismo objetivo de ganar los cien mil millones de pesos que prometía el concurso «Corre que te alcanzo».

Azucena sabía que aquel juego era peligroso. Tanto, que las televisoras se negaban a transmitirlo debido a su contenido violento. No obstante, eso no significaba que quienes participaban no tuviesen espectadores. ¿Qué serían los concursos sin espectadores? ¿Qué sería la violencia sin ojos que apreciasen su belleza? Nada. Por eso, quienes deseaban ser tácitos participantes del evento pagaban altas sumas de dinero para poder verlo, para que les reservasen sitio en la cabina de observación. «Pueden sentirse orgullosas, damas, pues quienes las verán correr serán las mejores personalidades del país, este año contamos incluso con la presencia del respetable y culto señor presidente…». Pero a Azucena le tenía sin cuidado si quien la veía era el mismísimo Jesucristo, a ella lo único que le interesaba era ganar y salvar a su hija.

¿Está nerviosa? —preguntó la mujer gorda a su lado.

No —respondió Azucena a secas.

Pues yo sí estoy nerviosa… no soy muy buena corriendo, ¿sabe? —Azucena la miró con expresión sarcástica—. Pero haré mi mejor esfuerzo, tengo que hacerlo, mi hijo menor quiere ser jugador de virbol, tal y como era su hermano mayor, pero para ello hay que comprarle el equipo, y se imaginará usted que no cuesta diez pesos.

¿Y por qué no usa el equipo de su hermano? —preguntó otra mujer, de voz grave, a la que Azucena no podía verle la cara, por estar sentada un asiento más atrás.

La mujer gorda se retorció en su asiento para poder mirar a su interlocutora y una de sus rodillas, gruesa como una bola de sebo sintético, se encajó en un muslo de Azucena, quien hizo una mueca y se apartó con disimulo.

Ah, pues porque el de su hermanito se descompuso —relató la gorda—: en el último partido, otro muchachito no jugó limpio y le infiltró un virus. El sistema se sobrecalentó y el pobrecito murió cocinado dentro del traje.

¡Qué horror! —exclamó otra mujer, asientos atrás.

Sí, bueno, por suerte nos quedó su hermanito, y además…

¡Sí, qué afortunados! —la interrumpió Azucena, con ironía en el timbre, para acto seguido propinarle a la gorda un brusco empujón, quitándose de encima su rodilla y haciendo que se tambaleara en su asiento. Nunca se había considerado a sí misma como una madre sensiblera, pero detestaba a las mujeres que hablaban de sus hijos como si fueran piezas intercambiables—. Pues no parece muy afectada por la muerte de su primogénito.

La gorda frunció los labios y durante unos instantes Azucena tuvo la sensación de que lo que la miraba era un cerdo y no una mujer.

Claro que me dolió su pérdida, tenía una piel preciosa y fue una pena que acabara achicharrado —dijo y respingó la nariz, ofendida—, pero mi esposo y yo siempre hemos sido precavidos, y habíamos guardado un poco de material para poder clonar a nuestros hijos, en caso de que fuera necesario —se encogió de hombros—. Ahora Toñito está en la fase de adaptación, se muestra un poco rebelde porque a su nueva versión no le gusta la carne, pero en fin, no tardará en recobrar sus gustos de antaño.

Azucena no dijo nada, haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad para no propinarle a su compañera de viaje una bofetada. Nadie volvía a ser el mismo después de la clonación, Azucena lo había comprobado con sus propios ojos, luego de que su padre se empeñara en clonar a su madre, tras esta haber muerto de cáncer. Paco había insistido con que clonaran a Mercedes, pero ella sabía… sabía que si su hija se iba, jamás la volvería a ver, aun y cuando sus rizos castaños y su piel canela brillase bajo el sol, no volvería a ser la misma. Por ende, Azucena jamás la clonaría. Antes prefería caer muerta en aquel maldito juego de carrera que clonar a su adorada hija.

Pues yo voy a concursar por un propósito más colectivo —habló otra mujer con voz chillona—: si gano, el dinero será empleado en la construcción de las nuevas oficinas de la JPPP.

¿JPPP? —repitió la mujer de voz grave, esta vez Azucena sí fue capaz de notar su corpulencia y pelo oscuro—. ¿No significa eso «Justicia Por y Para el Pueblo»?

¡Sí! —exclamó la otra muy emocionada, y aunque estaba delante suyo, a Azucena casi le revienta el tímpano—. ¿Ha oído hablar de nosotros?

Algo. Supe que echaron a las autoridades de Morelia el mes pasado, y que ahora se rigen bajo sus propias leyes…

Azucena bufó y desvió la vista hacia la ventanilla, ya ignorando la conversación. Lo que le faltaba: una cínica que se creía que podía ganar el dinero del gobierno para luego usarlo en su contra. Eso era el colmo de la estupidez, peor que lo dicho por la tipa gorda.

Las conversaciones sobre los propósitos continuaron, sin embargo; resultó que había otra madre que tenía a su hijo enfermo y que concursaba por la misma razón que Azucena. Otra lo hacía para poder pagarle al cura de su colonia un par de piernas biónicas, y evitar así que la iglesia lo enviara a eutanasiar.

¡En el barrio lo queremos un montón! ¡Casó a mi tatarabuela, no podemos permitir que duerman a alguien como él! Con sus conocimientos e iluminación…

Con tantas partes metálicas, seguro que está iluminado, como un enorme faro de luz lunar —masculló Azucena, pero nadie la oyó—. Seguro que Dios le habla por el intercomunicador que ha de llevar en la oreja…

¿Y usted? —le preguntó la otra madre, con la voz amortiguada por el barullo de las otras—. ¿Qué es lo que la ha traído aquí?

Azucena abrió la boca, pero la volvió a cerrar. Pensaba darle una mala contestación, pero se lo pensó mejor y decidió ser honesta con ella. Al terminar, su interlocutora asintió con gravedad.

Esos son los motivos que cuentan —decretó, y Azucena no tuvo más que añadir.

Llegaron a las instalaciones señaladas, una isla artificial que flotaba en algún punto del Golfo de México, con áreas silvestres y de cemento, rodeada por gradas que proyectaban espectadores ficticios. Al descender de la trasbordadora y acostumbrar los ojos a la luz matinal, Azucena notó cómo a varios metros se detenía otro vehículo, dejando salir a personalidades de distintas clases sociales, entre las cuales reconoció a la jefa de su departamento, con la cual, valía aclarar, no tenía muy buenas migas; detrás suyo, la fanática religiosa jadeó, al mismo tiempo que uno de los administradores del concurso se paseaba entre las participantes y les repartía gafas y audífonos especiales.

¡Conozco a ese hombre! —dijo ella en un murmullo—. El del traje, es el pastor de la iglesia adventista… seguro ha venido para verme perder —cuadró los delgados hombros—. ¡Pedazo de cabrón, ni crea que le daré gusto!

Azucena iba a soltarle que ella tampoco pensaba darle el gusto de ganar, pero uno de los encargados del sitio y del programa, enfundado en su traje color platino, con gafas idénticas a las que les habían dado, se acercó y cortó cualquier tipo de conversación que pudiera surgir. Lo único que Azucena alcanzó a ver, fue cómo se llevaban a los espectadores a la cabina prometida. Pensó en su jefa, ¿habría venido para verla fracasar?

Pongan atención —llamó el dependiente—. En estos momentos se les instalará un chip de rastreo. Las reglas del juego son sencillas: se colocarán en fila y ante mi señal, deberán correr en dirección a la otra punta de la isla, allá donde se ven los banderines holográficos —señaló un punto por encima de todo, aunque más bien, las participantes estaban concentradas en la parte interna del cristal de sus gafas, en donde se veía un puntito de luz que indicaba la localización exacta de la meta—. Mientras corren, serán perseguidas por nuestras mascotas de caza, cada una de ellas programada para buscarlas de forma individual. El reto es el siguiente: alcanzar los banderines antes de que las mascotas las alcancen a ustedes. Si las atrapan, serán descalificadas.

¿Descalificadas o muertas? —barbotó Azucena en tono ácido, logrando que el hechizo de las palabras del fulano se rompiera, y el resto de féminas se miraran, por primera vez, con algo de nerviosismo.

El técnico la ignoró.

Bien —sacó un dispositivo rectangular que centelleó con la luz solar—, comencemos. ¿Quién va a ser la primera?

Azucena, por supuesto, no lo fue. En cambio acudió la mujer corpulenta, seguida de la gorda. Desconocía cómo es que «las mascotas» las descalificaban, si bien no estaba en sus planes dejarse atrapar por aquella que estuviese sincronizada con su chip.

Aparte de este, se enfundaron unos guantes que les permitirían tocar los banderines, y una vez todas listas, formaron una línea horizontal en la marca de salida, viendo cómo una a una aparecían las mascotas que las iban a perseguir. A Azucena le dio gracia que le tocase un conejito electrónico, y a la gorda, un puerco. Tenía que ser una broma de mal gusto de alguno de los observadores, porque al menos en su caso, el conejo era el animal favorito de su hija… y en el caso de la gorda, bueno, estaba claro. A los segundos siguientes, el ruido virtual de los espectadores que realmente no se hallaban allí irrumpió en sus oídos, Azucena reguló el volumen de sus auriculares para poder estar más atenta a su perseguidor. Asimismo, podía ver las siluetas ficticias que se erigían en las gradas circundantes, pero al igual que con el sonido, su atención se mantuvo fija en el panorama de enfrente.

¿Listas? —anunció el técnico ubicado en uno de los laterales. Azucena flexionó las rodillas e inclinó un tanto el cuerpo, preparada para impulsarse ante la orden—. ¡Una, dos…tres! ¡Corran!

Azucena corrió. Corrió como si el mismísimo Lucifer la persiguiese, y de cierta forma, era así. Dejó de fijarse en la gorda, o en la fanática, o en la mujer corpulenta, ni siquiera volteó a ver a la otra madre que había en el grupo, concentrada únicamente en la explanada de hierba, árboles, piedras y arbustos que tenía delante, pisoteando a algunos, apartando y esquivando a otros, agradecida con los senderos de concreto por los que lograba colarse, los cuales, favorecían a su enloquecida carrera.

De repente, algo pasó zumbando cerca de su oreja. Instintivamente se apartó y, al girar la cabeza hacia atrás, notó a lo lejos las largas orejas del conejillo que venía en pos de ella, una de las cuales estaba doblada en la punta y mostraba un pequeño orificio. «Cuish, cuish», hacía su mecanismo al saltar. «Cuish, cuish». En un árbol vecino, Azucena vio un dardo clavado, el cual la hizo estremecer hasta lo más hondo.

No aguardó a ver en cuántos saltos el condenado conejo llegaba hasta su posición; volvió a salir proyectada hacia delante y a dejar maleza y ramas a su espalda, arañándose los brazos e intentando no jadear demasiado. Ya sabía cómo las iban a descalificar: con algún dardo impregnado de un veneno mortífero.

De pronto, escuchó un chillido a su izquierda. Se detuvo, paralizada por lo desgarrador del grito, con el corazón acelerado y los músculos palpitantes, girando la cabeza en todas direcciones, en parte para ver si su enemigo se hallaba cerca, y en parte, para identificar la procedencia del alarido. Por fin, localizó a la mujer gorda entre la hierba, avanzando a gatas con espumarajos saliéndole de la boca y el pelo sobre la cara, empapado en sudor. De su nariz escurrían hilillos de sangre, como rastras escarlatas que anunciaban su inminente muerte. Más allá, su acosador permanecía inmóvil, con uno de los orificios nasales agrandado, seguramente por donde había salido disparado el dardo. Como si hubiese detectado su presencia, el puerco volvió la vista hacia su posición, y durante una fracción de segundo, Azucena creyó que le dispararía, hasta que recordó que las máquinas estaban programadas para perseguir y acabar con sólo una de ellas a la vez.

Por favor… —suplicó la gorda y vomitó un chorro de sangre—. Por favor, ayúdame…

Azucena la observó durante unos instantes y estuvo a punto de acercarse a ella cuando el «cuish, cuish» del conejo volvió a oírse, obligándola a apartarse y preocuparse por su propia supervivencia. Con los músculos protestando y las emociones confundidas, retomó su carrera en dirección a los banderines holográficos, guiándose por el GPS que se desplegaba en una esquina de las gafas, mirando de hito en hito hacia atrás para ver por dónde iba el conejo. La mujer gorda le había desagradado desde el principio, pero en ningún momento le había deseado una muerte tan espantosa.

Una muerte que le llegaría a ella si se descuidaba.

Volvió a escuchar un nuevo alarido y, por su agudeza, supo que se trataba de la mujer religiosa. Supo, también, que el pastor de la iglesia adventista debía estar sonriendo desde la cabina de observación. ¿Estaría su jefa atenta a cada uno de sus movimientos? Seguro que sí. Sin previo aviso, un dardo surgió de entre los árboles desde uno de los costados, y de no haber sido porque una retorcida raíz la hizo caer al suelo, Azucena habría estado perdida. Al parecer, el conejo había cambiado de táctica y en vez de dispararle desde atrás, buscaba colocarse a la par suya.

A duras penas, Azucena se levantó y avanzó a trompicones, con las rodillas raspadas y las manos despellejadas, pero con la fría determinación de no dejarse atrapar. Tenía en la mente la imagen de su hija y, esta vez, no sólo se dedicó a correr en estampida, si no a fijarse ante el menor destello metálico o al «cuish, cuish» de las articulaciones artificiales de su perseguidor. Llevaba recorrido más de la mitad del camino cuando atisbó a la otra madre, tumbada bocarriba en la tierra, hinchada como un globo y con ampollas supurantes por todo el cuerpo. Sin duda, estaba muerta, y el gato que la había acuciado permanecía a su lado, echado sobre sus cuartos traseros con total despreocupación.

Brincó el cadáver sin detenerse a detallarlo más de la cuenta, clavada su atención en el puntito de luz que indicaba la proximidad de los banderines, con la esperanza burbujeante en el interior de su pecho. Lo lograría, le faltaban sólo unos metros, y entonces el premio sería suyo, destinado a salvar la vida de Mercedes. De reojo notó que más allá corría la mujer corpulenta, pero la vio tropezar y girar la cabeza como en cámara lenta, sabedora de su atroz final. Repentinamente, el conejo apareció de un brinco frente a ella y Azucena frenó y retrocedió tan de golpe, que tropezó y cayó de culo al suelo.

Medio aturdida, pero guiada más por el instinto, se impulsó con las manos hacia atrás, intentando levantarse, aun y con el dolor de la rabadilla y las palmas despellejadas. El conejo la observaba, y de no ser porque era una máquina, Azucena habría jurado que le sonreía con malicia. La punta de su oreja derecha se dobló y abrió en un agujero, dejando salir un nuevo dardo, que Azucena esquivó al rodar sobre su cuerpo. Se apartó con precipitación ante un segundo proyectil, mas cuando estaba a punto de incorporarse, el tercer dardo la alcanzó en una pierna, atravesando la gruesa tela de sus vaqueros. Sintió cómo algo caliente le recorría las venas, y sin poder evitarlo, su boca se abrió en un aullido, más por el dolor que por la furia o la sorpresa.

Se dobló sobre sí misma y se arañó los brazos, la cara, como si quisiera deshacerse del ácido que la invadía, pero recordó a su hija y se obligó a levantarse y seguir. La cabeza le daba vueltas, y sentía una sustancia viscosa y caliente supurándole de la nariz y las orejas, pero con todo y eso no se detuvo. Si llegaba, quizás podrían darle el dinero a Paco, quien a su vez lo ocuparía en salvar a su hija.

Cuando estuvo a la altura del conejo, cayó de rodillas, pero siguió incluso a rastras, temblorosa, jadeante, y el animal mecatrónico se apartó para permitirle el paso, acaso como una burla a lo que simplemente, no podría evitar, sin importar cuán fuerte fuera su fuerza de voluntad. Unos pasos, estaba a unos pasos de tocar el banderín y, al estirar la mano, notó cómo el conejo se removía con nerviosismo, como si realmente pudiera preocuparle que lograse su objetivo. «Toma esa, pedazo de chatarra», pensó, antes de desplomarse sobre el suelo, muerta, con los dedos a centímetros de alcanzar el banderín.

El conejo se relajó e incluso dio un par de saltitos, con lo que el «cuish, cuish» de sus alargadas patas volvió a percibirse. De entre unos arbustos, la mujer corpulenta salió y caminó hasta tocar el banderín, inmutable ante el cuerpo de azucena, y con un perro metálico trotando tras ella.

¡Tenemos una ganadora! —anunció una voz que resonó por toda la isla—. ¡La señorita Angélica Torres!

La mujer de cabello oscuro sonrió, disfrutando el estallido de las ovaciones ficticias en sus oídos. Esperó a que la gente de la cabina de observación saliera a felicitarla, estrechando su mano como si hubiera realizado toda una proeza, en vez de hacer como que huía lejos del perro.

Por un momento pensé que lo lograría —le confesó una mujer de tez lechosa y ojos almendrados, dedicándole una mirada de repulsión al cuerpo ampollado de Azucena—, pero al final el presidente tenía razón, nadie sobrevive a ese veneno y al fin me la he quitado de encima. Mi enhorabuena y más sincero agradecimiento, señorita Torres, no sabe cuánto dinero invertí para apartar a esta mujer de mi camino.

¿Por qué no simplemente la despidió? —le preguntó Angélica entonces.

La ex-jefa de Azucena encogió los hombros.

Ya sabe, no se puede despedir a alguien sólo porque te cae mal. Además, su hija tiene leucemia, y habría sido malo para la imagen de la empresa.

Permítame felicitarla, señorita Torres —intervino el señor presidente, un hombre alto y larguirucho, con un peinado que le realzaba un ridículo copete—. Este año lo ha hecho fenomenal, dejarse ver por esa muchacha y fingirse atrapada… —curvó los labios en una sonrisa poco natural—. Me aseguraré de que le den un aumento por su actuación.

Angélica Torres sonrió e inclinó la cabeza. Al fin y al cabo, por algo había estudiado en la mejor academia de teatro.

Muchísimas gracias, señor.

 


Teresa Araceli Huerta Ortega, mejor conocida como Itzabella Ortacelli, nació un 2 de Septiembre de 1989, en la ciudad de Tapachula, estado de Chiapas, México. Posee una discapacidad visual que pese a todo, no le ha impedido salir adelante.

Algunos de los grandes maestros de la fantasía y la ficción que han inspirado su trabajo son: J.K. Rowling, Dan Brown, Ray Bradbury, James Dashner, Stephen King y Patrick Rothfuss. Ha sido finalista y seleccionada para su publicación en antologías como: «Escucharte aún más 2013», «Versos desde el corazón 2014», , «Microrrelatos épicos 2014» y «Versos en el aire 2015». Recientemente publicada en el número dieciséis de la revista digital de análisis político «los heraldos negros»; ganadora del tercer lugar del certamen de «Microrrelatos Creciendo Juntos sobre discapacidad 2014», segundo lugar en el concurso «Tu historia en el cine 2014» y autora de la saga de fantasía «Destino», cuyo primer volumen, «Cultre», fue publicado en versión impresa a cargo del sello editorial Fénix.

Licenciada en psicología, lucha contra la discriminación y otorga apoyo a escritores noveles dándoles difusión en su blog: «Detrás de la tecla», además de dedicarse a dar conferencias sobre diversos temas, principalmente de superación personal.


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