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"El traidor" por Fabiola Soria

16 Oct

Revista Cosmocápsula número 14. Julio – Septiembre 2015 . Cápsulas literarias.

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El traidor

Fabiola Soria


Ilustración: Fabiola Soria

Ilustración: Fabiola Soria

Al terminar la guerra, los cadáveres de los alienígenas quedaron desparramados como si el cielo los hubiera escupido. La Unión, responsable de nuestra victoria, esta vez nos organizó para que los limpiáramos de las calles, y con palas y carretillas, nos encomendamos a la tarea. La orden era precisa: si se encontraba uno con vida, debíamos rematarlo. En teoría, yo estaba de acuerdo, pero cuando escuché el quejido de uno de ellos, mi pulso tembló. Mi mujer solía decirme que los quejidos son más que un lamento de dolor. Son un canto, Enrique, un canto en el que se pesan las cosas que nos atan a este mundo, te hacen olvidar por qué odiabas y estabas dispuesto a matar o dejarte morir. El dolor vuelve inútil cualquier guerra. Nadie más que ella podía saberlo. Y el cuerpo de eso que llevábamos combatiendo casi por veinte años, me trajo su recuerdo y también su compasión hacia los otros, aunque esos otros fueran en todo sentido extraños.

Lo oculté con dificultad y sólo aprovechando un descuido de los capataces pude acomodarlo en lo que quedaba de mi altillo. Su agonía fue terrible: por las noches lloraba. Estoy seguro de que llamaba a alguien. En un momento en que no me atreví a acercarme a él, lo oí entonar lo que parecía una canción de cuna. Entonces somos iguales, Clara, lo somos. El alienígena debió percibir algo porque dejó de temerme, hasta creo que halló consuelo en las silenciosas veladas que pasaba a su lado.

El planeta era una sola ruina. La Unión insistía en que los humanos organizados podíamos restablecerlo. Terminada la limpieza de los cuerpos, la siguiente orden fue vigilar y reconstruir. Por eso enviaron sus aviones a que nos arrojaran bolsones de herramientas y alimentos, como si fuéramos gallinas, y también nos hacían llegar las designaciones de los nuevos capataces, cerberos del comportamiento humano en contra del invasor. Yo seguía los aviones desde que aparecían en el horizonte hasta que me era imposible distinguirlos, tratando de adivinar cuál de ellos pilotearía mi hijo, sin lograrlo nunca. Tomaba las provisiones, me sometía al conocimiento e interrogatorio del nuevo capataz y me reunía con los demás en los tristes contingentes. Empezamos la reconstrucción a algunas cuadras de mi casa al mismo tiempo que el alienígena dejaba de agonizar. Primero estimé que se trataba de esa leve mejoría que precede a la muerte, y solamente eso fue lo que me impidió creerles a mis ojos cuando lo vi de pie. Estaba allí, en medio del altillo, probando el viejo bastón de Clara. Había perdido una pierna y con ella, literalmente, la mitad de su cuerpo se había desvanecido.

¿Qué se hace con las diferencias, Clara, cuando el dolor se termina? No esperaba su recuperación y aunque tampoco se la había impedido, ahora era demasiado tarde. Quise explicarle que yo no era un traidor, que seguíamos siendo enemigos, pero la aniquilación, los incendios, los golpes secos que les dábamos con el mango de la pala, me remordieron la conciencia. Cómo decirle que los habíamos exterminado, que juntábamos montañas de sus cuerpos en inmensas piras, como las de antes, en Auschwitz. Cómo hacerle entender que ninguno de ellos a esta altura, tenía por qué seguir vivo. Esas cosas, Enrique, no están en nuestras manos. A veces he pensado que hay algo que nos hace tomar decisiones que de otro modo ni hubiéramos sospechado que existieran como posibilidad. Es gracioso, Enrique, que existan tales encrucijadas. La criatura me clavó sus ojos, y a pesar de su lentitud, la secuencia que terminó por arrugar una parte de su cara, expresó una sonrisa. El común de la gente decía que eran telépatas. Pensé que sí, que podrían serlo.

Al día siguiente se corrió la voz de que habían encontrado un grupo de cinco alienígenas escondidos en un sótano, sobreviviendo en condiciones increíbles y que para matarlos, habían tapado las salidas y arrojando botellas con kerosene, les habían prendido fuego. Todavía dijeron que si alguno hubiera conseguido escapar, una barrera de personas armadas lo hubiera detenido de todos modos. Por lo que alcancé a comprender, este rumor significaba dos cosas: que podía haber algún otro vivo, lo que no estaba seguro de si me consolaba o no, o también, que si lo descubrían, los humanos estaban dispuestos a asesinarlo como fuera. Eso sin contar con que yo me convertiría en un traidor.

¿Abandonarlo a su suerte? ¿Ayudarlo a huir? Cada vez se me hacía más necesario volver temprano a casa. Desde su recuperación, siempre lo encontraba detrás de una cortina, pasivo, mirando hacia afuera, y me preguntaba por qué no se marchaba y por el contrario, por qué parecía empeñarse en permanecer a mi lado. Quizás esperara la oportunidad de escapar, o se supiera ya extinto. O estuviera asustado, Enrique. Es lo único que sentís, miedo y una soledad terrible que te va comiendo el alma. Y por más que sabés que la vida sigue detrás de la ventana desde la que la estás mirando, estás solo y ya nada volverá a ser igual. Pensé entonces en unas ruinas que antes de la guerra ya bordeaban la ciudad. Bastaría con marchar de madrugada en dirección contraria al contingente, nadie lo notaría. Luego, ambos nos desentenderíamos del asunto, olvidándonos. Tampoco pude sostener esa actitud.

Empecé ocultando todo lo que pudiera delatar su presencia en el altillo. Me dije a mí mismo que así me protegía de los capataces, me lo ratifiqué analizando que ambos estábamos a salvo, que un solo alienígena, y mutilado, no haría daño a nadie. Pronto me sorprendí robando provisiones para él por la misma razón: no sobreviviría solo y enfermo. Lo recordaba agonizante e imaginaba su mirada en el horizonte buscando a los suyos. Hasta llegó a dolerme la misma pierna que a él le faltaba y alguna vez corrí al altillo en auxilio del bastón de Clara. Por irónico que fuera, no me atreví a quitárselo cuando lo dejé en las ruinas, era su último recurso. Su imagen tambaleante la mañana que lo abandoné, me hizo meditar sobre la soledad y la muerte. Sin embargo, ¿estaba él tan solo e indefenso?

Esta sospecha se materializó drásticamente cuando los capataces nos convocaron a asamblea. No sólo corroboraron el rumor de los cinco alienígenas del sótano sino que informaron con gravedad de la existencia de un importante foco de resistencia, hacia el norte, hallado por los pilotos de la Unión. A entender de los expertos, los alienígenas con vida eran más de los que se habían calculado, y sobre todo, lo suficientemente hábiles como para reagruparse y resistir. Hubo opiniones cruzadas. Unos dijeron que a esta altura se habían vuelto inofensivos y que probablemente querrían abandonar el planeta. Pero otros se burlaron de tal ingenuidad, recordando su enorme capacidad tecnológica y su carácter destructivo. Agregaron que ya tendrían organizada la contraofensiva, mientras nosotros seguíamos discutiendo. Sentí escalofríos. Todavía hubo un segundo momento, más perturbador, en el que los capataces nos pidieron que informáramos si habíamos tenido contacto cara a cara con el invasor. Mencionaron la telepatía y también la posibilidad de que pudieran controlar nuestras mentes. Me negué a creer en esa posibilidad.

Esa noche regresé a las ruinas y encontré al alienígena hurgando entre los escombros, ni siquiera se dio vuelta al notar mi presencia. De todos modos le di comida que tragó sin demasiado interés, parecía que buscaba algo específico en medio de toda esa basura. Recordé en palabras de Clara, que cuando los que estuvieron convalecientes se levantan, se entretienen en las ocupaciones más extrañas o inútiles, solamente por natural recuperación. Viéndolo así, parecía una raza pacífica o también, demasiado igual a la nuestra. Me sentí impulsado a decirle que no lo había delatado en la asamblea. Al marcharme tropecé con la pila de lo que juntaba: eran metales y cables.

Poco tiempo pasó hasta que se dio la noticia de que la contraofensiva había empezado en la capital. Para los militares, los alienígenas querían venganza y lo que antes había sido invasión y sometimiento, ahora se había transformado en una cruda cacería. Pronto nos agruparon y armaron sin discriminación de edad, sexo, o experiencia o cansancio, y nos dejaron a la espera de la orden de defendernos. No se habían descubierto focos cercanos, así que se esperaba que el ataque se expandiera desde la capital, lo que nos daba un tiempo de instantes o semanas, nadie podía decirlo. Pensé en las ruinas. Por más que la Unión viera a uno solo de ellos, lo tomarían como parte de la invasión. Entonces no razoné que él nunca había dejado de pertenecer a ella.

Volví a verlo cuando tuvimos que avanzar con las patrullas hacia su posición. Era noche cerrada y aproveché la oscuridad para adelantarme. Él estaba sentado frente a un aparato pequeño, sobre el que apoyaba un dedo. Nuevamente, apenas me miró. Escuché órdenes afuera. Una bengala acababa de descubrir una precaria antena, hecha con restos de metal y parecía que habían contactado una de las naves principales. Quise salir, pero el alienígena me retuvo por el brazo. Está hecho, Enrique. Esta vez, ni siquiera se oyó como la voz de Clara.

Detrás de una puerta aparecieron más de ellos. Me vi rodeado, capturado y fui encerrado con otros humanos, supongo que traidores, igual que yo. Los alienígenas actuaban con rapidez. Antes de que bloquearan nuestra salida, observé que el alienígena mutilado era el que daba las órdenes.

Otra vez, la guerra se abría escenario sobre nosotros. Con la antena, no sólo se comunicaban con sus líderes, sino que pude entender que intervenían la frecuencia de nuestros aviones y sabían con precisión cuánto tardarían en llegar. Varios escuadrones se nos venían encima, quizás mi hijo estuviera entre ellos, si es que aún vivía, y se nos acercaba con la ceguera de la muerte.

¿Por qué esta guerra, Clara? ¿Por qué haberte perdido y ni siquiera poder odiar a los que te mataron? ¿Por qué dejaste que me convirtiera en esto? Miré las caras de los que estábamos encerrados, todos eran como yo, gente que solamente piensa en sí misma y en su reducido círculo de hipocresía. Por eso, Clara, nuestro hijo se fue a la guerra, solamente para escapar de mi egoísmo que pretendía inútilmente cuidar de los suyos. Otra vez los temblores de tierra y los gritos, el ruido de los misiles y el olor ácido de la carne abierta. Otra vez las palabras técnicas mezcladas con los gritos, los lamentos de dolor, la duda, el miedo. Otra vez el temor de perder sobre lo ya perdido.

Algo debió explotar cerca de nuestra celda, porque entonces me vi afuera con algunos hombres. Miré hacia el cielo y descubrí el vientre elíptico de una nave que expulsaba bolas de fuego y unos pocos aviones que no alcanzaban a hacerle frente. Las defensas humanas se desintegraban. Me uní a un grupo que corría de un lado a otro, retrocedían haciendo el mayor daño posible. No podía darme cuenta si la sangre era de ellos o nuestra, ni de dónde venía lo que nos mataba a ambos. Era cierto lo que los militares habían dicho, la conquista cedía ante la venganza.

Pronto quedamos menos y diseminados. Restos de aviones o de naves se nos caían encima y los cadáveres y la destrucción parecían no haberse quitado nunca de las calles. En el casco de un piloto, reconocí la insignia del escuadrón de mi hijo. No quedando muchos aviones arriba, busqué a mi hijo entre los muertos.

En medio del fuego cruzado recibí un golpe que me tiró al piso y no pude volver a levantarme. Nunca antes me habían herido las armas invasoras, por lo que no dudé de que aquello fuera la muerte. Inmóvil y ciego por momentos, contemplaba el ir y venir de los pares de pies que abundaban alrededor mío. Aguanté la respiración cuando en una ráfaga de luz noté que la mayoría eran pies de invasores. Al alejarse ellos y creerme solo en medio del campamento, sentí que algo me tocaba la espalda, un dedo o un bastón. No te levantes, Enrique, me dijo, sin serlo, la voz de Clara, es el que buscabas. Y arrojó a mi costado, cuidadosamente, el cuerpo inconsciente de un piloto. Fue la primera vez que volví a ver a mi hijo desde que se marchara hacia la Unión, la última vez que vi al alienígena mutilado, corriendo con dificultad para reunirse con los suyos.

Permanecimos en el suelo hasta que amaneció. Luego, llegamos trabajosamente hasta un refugio.


Fabiola Soria nace en Bahía Blanca en 1975, aunque a partir de 2005 se radica definitivamente en la ciudad de General Roca, en la Patagonia Argentina. Allí forma parte del “Centro de Escritores” de la ciudad, con quienes publica en la revista “Desde el Andén”, poesías y microrrelatos. Interesada por la ciencia ficción y el género fantástico, en 2011 publica “Arquetipos”, su primer libro editado, que contiene doce cuentos de ciencia ficción ilustrados por ella misma. En 2014 publica “Todos los rostros” (poesía), con editorial “El Suri porfiado”. Actualmente tiene dos obras inéditas, una de microrrelatos y otra de cuentos de ciencia ficción. Ambos libros también están ilustrados por la autora.


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"Una simple negociación" por Edher Juárez López

14 Oct

Revista Cosmocápsula número 14. Julio – Septiembre 2015 . Cápsulas literarias.

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Una simple negociación

Edher Juárez López


Un hombre común, sentado en medio de una habitación ordinaria, vistiendo ropa nada fuera de lo regular y con un aspecto de lo más usual.

Alexander Nubier se encontraba detrás de su escritorio, con dos carpetas sobre la mesa, aguardando que alguien llegara, pero la espera cada vez se hacía más severa. Comenzó a golpear la mesa con los dedos. Mientras daba grandes suspiros, giró la mirada hacia la gran puerta, pero no ocurría nada, seguía cerrada. No había nadie más ahí, solo él. Tomó la pluma de la mesa, la movió un poco en el aire, pero no fue suficiente, comenzó a desplazarla como si fuera una nave espacial, imaginando que escapaba de cazas de ataque, que le disparaban en los aires. La nave daba giros espectaculares mientras las aeronaves le pisaban los talones, y cuando el cielo era rojo por los fuegos de los misiles…

¿Interrumpo? —preguntó el que recién llegó.

Ante la palabra escuchada, Alexander Nubier se levantó presuroso, dejando caer su nave imaginaria al suelo. Se inclinó para recogerla, pero al observar que su invitado comenzaba a aproximarse, la dejó allí y se tornó a su posición recta para recibirlo.

Daox Haj Lordier, Basto Lord de Rundyncar, señor de rojo Trown y diplomático Gontak, Larga vida a usted y a su clan —dijo Alexander a su invitado—. Me alegro de que pudiera asistir a esta reunión.

Daox Haj Lordier, un ser nada común para la Tierra, pero sí humanoide. Se aproximó para tomar su lugar. Vino vestido con el traje ceremonial Rundyncar: la prenda de su torso era una tela de un metro de largo y el ancho variaba conforme de quien lo usaba. Esta se cruzaba por delante, dejando la parte del pecho al descubierto, no se tenía cinturón, en vez, los pantalones de los Gontaks eran muy ajustados. Daox los llevaba de color negro y botas de color café, que a su vez, estaban recubiertas en la parte delantera, de acero de Gontak; este calzado también era más abierto en la parte por donde se introduce el pie, y dicha apertura terminaba en una punta, casi alcanzando la rodilla de su usuario. Llevaba tres accesorios de un señor rojo de Trown. Los dos primeros se usaban en la cintura, al costado de ésta. Del lado derecho, una prenda de piel dura a la vista, en forma de una elipse cortada a la mitad, del lado izquierdo de Daox una tela de color carmesí, que se doblaba ante su caminar. El último accesorio lo llevaba en su muñeca derecha, una pulsera de azul intenso que pareciera moverse a voluntad, como al vaivén del mar.

En cuanto al aspecto de Daox Haj Lordier, señor rojo de Trown y habitante de Gontak en la región de Rundyncar. Su dura coraza de color negro, muy parecido a los crustáceos de La Tierra, pero en diferente tonalidad. Su rostro carecía de orejas, pero sí poseía orificios para escuchar, al igual que dos pequeños hoyos para respirar. Lo más asombroso de los Gontak, eran sin duda sus ojos. Toda la esclerótica era negra, pero no en su totalidad, pequeñas líneas de color rojo, naranja y azul salían aleatoriamente en sus ojos, desapareciendo y volviendo a salir en lugares diferentes, y el iris era siempre el mismo en todos los Gontaks, blanco en su totalidad.

Alexander Nubier, un gusto saludarlo —dijo Daox Haj Lordier que habló con formalidad terrestre.

Por favor, tome asiento y así podremos comenzar la reunión. —le dio su carpeta a Daox y Alexander comenzó a leer los papeles. —Como notará nuestros campos pueden tener cosechas de tres diferentes mundos. —Daox soltó un bufido y sin tomar en cuenta lo que Alexander decía, pasaba las hojas presurosamente. —Bueno, el comercio en sí. —otro bufido de Daox Haj Lordier, y tiró los papeles en la mesa.

No he venido a hablar de lo que nos pueden dar —comenzó a decir el Basto Lord de Rundyncar —, no vine a que soltara palabras maravillosas de La Tierra, yo sólo vine por algo, parásito.

¿Parásito? —dijo Alexander sorprendido por el insulto. Se obligó a sonreír ante el comentario—. No lo comprendo.

Claro que lo entiende, Alexander Nubier. Hemos estudiado su historia, así como ustedes la nuestra, es por eso que estamos hablando en vez de pelear. Ustedes —dijo Daox Haj Lordier y le apuntó con el dedo—, son conquistadores innatos, han conquistado ya Hundeltor, Jasnod y Lyndorcon, y ustedes saben de lo que somos capaces los Gontak, ¿cierto? —Alexander esbozó una pequeña sonrisa, agarró sus papeles y los dejó delicadamente sobre la mesa.

Es verdad que sabemos los posibles resultados de una guerra con ustedes, y es por eso, que pedimos esta reunión Daox Haj Lordier, para no tener que destruirlos por completo. — El señor rojo de Trown sonrió algo diferente, ya que no poseía los mismos músculos faciales que los humanos, más bien, pareció un ladrido que una risa.

Eso es lo que quiero, que me diga las cosas como son, no su estúpida diplomacia. —Daox introdujo su mano dentro de sus ropas, para sacar un cilindro metálico. Al verlo, Alexander se extrañó —. Tranquilo Alexander Nubier, no es nada que pueda dañarlo. —Alexander sólo se divirtió con el comentario.

Dentro del tubo, se encontraba lo que parecía un puro de La Tierra, pero envuelto en algas extrañas. —Un Drunntroak —dijo cuando levantó el puro extraterrestre para que Alexander lo observara—, algo muy parecido a sus cigarros terrestres, pero mucho más intenso. Envuelto con algas de Gontak, pero lo que lo hace maravilloso, son pequeños gusanos en su interior, orugas a decir verdad, los Troak, esté —comentó y enseñándole el Drunntroak de nuevo—, es lo más adictivo que jamás encontrará en todo el universo, lo malo, es que ya está prohibido en Gontak.

>>Verá —siguió diciendo el Basto Lord de Rundyncar mientras sacaba un pequeño cilindro de color negro de entre sus ropas —, los Troak ya están en peligro de extinción, no necesito decir el porqué, usted ya se lo imaginará, no nos malentienda, no nos preocupa quemar a un “insecto”. — Daox apretó aquel cilindro negro y una llama salió de este, un encendedor común y corriente, y así empezó a fumar su Drunntroak. —Nos preocupa dejar al mundo sin esta especie, seremos una raza guerrera, pero no una aniquiladora.

Creo entender lo que me quiere decir —dijo Alexander con su típica sonrisa.

¿Lo entiende, parásito? —Dijo Daox Haj Lordier y alzó un poco la voz —. No lo creo, yo sólo le decía de mi pasión por el Drunntroak, y quería a dar a entender la dificultad de conseguir uno, lo guardaba para una ocasión especial. —El Basto Lord de Rundyncar le dio una gran fumada a su Drunntroak—mire, bueno más bien escuche con cuidado. Concéntrese en el sonido del Drunntroak al consumirse. —Alexander giró la cabeza para escuchar mejor, y oyó el rechinido del fuego consumir las algas, pero algo más es lo que le llamó la atención, un chillido de sufrimiento—. Lo escuchó, ¿verdad? A los Troak, sufriendo al ser incinerados, chillan de dolor mientras los fumamos.

Basto Lord —dijo Alexander que trató de desviar la plática—, debemos…

¡Debemos! —gritó Daox interrumpiéndole—. No debemos hacer nada, estamos aquí para tomar decisiones, Parásito.

¡No me llame así! —Alexander chochó sus puños contra la mesa— lo…lamento…yo…no sé que me pasó.

Es un ser de agresión innata, eso es lo que le sucedió. Pero tal vez yo cometí el error ¿Cómo quiere que le llame entonces? No creo que ser humano, porque no lo es —una gran sonrisa se dibujó en el rostro de Alexander y miró al señor de rojo Trown directo a los ojos. —Tal vez, ¿simbionte?

¿Creí que había dicho, que nos había estudiado? Tal vez escuché mal. —sonrió de nuevo pero esta vez hurañamente. —No somos parásitos, no somos simbiontes, somos los Wul, somos energía pura.

Pero se alimentan de seres vivos.

De seres con intelecto, algo difícil de hallar.

Han destruido ya a tres razas de seres conscientes, y ahora la humanidad está cerca de su extinción, su hambre no puede ser cesada, Alexander Nubier, no pueden detenerse, son como adictos, nada los frena.

Y aun así aquí seguimos. —alzó las manos para darle un resalte a sus palabras. —Destruimos a los Hundeltorianos, arrasamos a los Jasnodianos y borramos de la historia cualquier rastro de los Lyndorconianos, lo más obvio es que los humanos sufrieran lo mismo, somos Wul, somos luz, somos dioses, y queremos más.

Pero están desesperados, sino por qué negociar con nosotros, saben que les tomará demasiado conquistarnos.

Pero lo haríamos —el gesto de alegría de Alexander creció aún más.

¿Pero a qué costo? ¿Cuántos de ustedes estarían dispuestos a sacrificar?

Los Wul no mueren, sobrevivimos al fuego, sobrevivimos a los láseres, incluso sobrevivimos al vacío del espacio.

Pero no sobreviven sin un huésped y cada vez procrean más rápido y los humanos son consumidos a mayor velocidad, no les alcanzará.

No deseamos la extinción de los Gontaks, Daox Haj Lordier—dijo más calmado Alexander Nubier—. Deseamos una mutua y muy beneficiosa alianza.

Desean cuerpos que habitar, desean cuerpos de los Gontaks.

No todos, solo unos pocos, sabemos que nuestra hambre los llevaría a la extinción, controlaremos a nuestro pueblo, ustedes nos darán una provisión anual y con esto ustedes se llevarán inmensos beneficios: comida, medicina, tecnología, etcétera, etcétera, etcétera.

A cambio de los míos, nos darán lo que no quieren ustedes.

Lo que nosotros no necesitamos, somos energía pura, nada requerimos, solo un cuerpo que habitar, pero todos terminan por ser consumidos por nuestra magnificencia. —de nuevo Alexander alzó los brazos para exaltar su punto.

¿Y si nos negamos? —dijo Daox Haj Lordier que ya casi terminaba su Drunntroak.

Ya lo sabe —dijo con una risa pequeña Alexander Nubier—. Lo mismo que les ha pasado a todos los demás, muerte, extinción.

Daox Haj Lordier apagó lo que restaba de su Drunntroak en la mesa, miró con atención a Alexander Nubier, que se encontraba feliz, y le expresa su bufido típico.

Alexander comenzó a sentir una extraña sensación que le recorrió el cuerpo y que se intensificó en su garganta, algo extraño que nunca había experimentado con anterioridad. Una inusual quemazón que le secaba la boca con rapidez. Se tocó levemente ante el malestar, pero el ardor iba en aumento, se quitó la corbata y desabotonó la camisa, pero la sensación no se detuvo.

¿Le sucede algo? —dijo Daox Haj Lordier que miró con paciencia la desesperación de Alexander. Sujetó los papeles que le fueron entregados, los levantó para que los mirara Alexander y los quemó con su encendedor. —Creo que es hora de hablar en serio —el Basto Lord de Rundyncar se levantó.

¿Qué está…? —comenzaba a decir Alexander, pero ya no pudo hablar, se intentó poner de pie, pero el mareo lo tumbó de nuevo en su silla.

Los Wul —comenzó a decir Daox. Se encontraba ya cerca a Alexander. Se sentó en el escritorio mientras seguía observando al Wul convulsionándose de dolor—, seres de energía, algo difícil de matar, lo admito, y mire que yo he matado varias cosas.

>>Los Gontak no tenemos…diplomáticos, al menos no como ustedes, sólo tenemos consejeros de guerra, somos raza de guerreros, guerra es lo que hacemos y se sorprendería lo mucho que puede hacer una raza de soldados con el pasar de los milenios y millones de guerras y las variables que hemos diseñado para matar.

Us…ted —dijo Alexander trabajosamente y con dolor en su rostro.

Yo, nosotros Gontaks. —extrajo de nuevo su encendedor negro de entre su ropa. — ¿Gracioso, no lo cree? Como cada raza crea aparatos muy similares, incluso algunas veces se les da el mismo nombre. —le mostró aquel mechero a Alexander. —, pero este no es el caso. ¿Sabe cómo le llamamos a esto? —Dijo cuando le mostró el encendedor—. No se moleste en contestar, le llamamos Xont’do. En el idioma común seria “consumidor”, y fue creado específicamente para el Drunntroak, para consumir las vidas de los Troak. ¿Gracioso, no lo cree? —Daox Haj Lordier acercó su boca al oído de Alexander, casi rozándolo y djio: —Mi consumidor lo consume, Alexander Nubier, maquinas microscópicas salieron de este al momento de encenderlo, navegaron por el aire y se introdujeron en el cuerpo humano que habita, diminutas maquinarias que fueron creadas con un propósito, consumir energía, y no cualquier energía, la energía de los dioses, la energía de los Wul y creo que si pongo atención, puedo oír el chillido de su verdadero ser desvanecerse.

Daox se levantó para mirar desde arriba a su enemigo. —Ahora usted está experimentando algo nuevo para los Wul, el dolor, después de eso usted morirá. Le dije que el Drunntroak era para un momento especial. Tome —dijo Daox que dejó el consumidor sobre la mesa—, se lo obsequio. Me despido Alexander Nubier, que mueras con honor, parásito.

Daox Haj Lordier, Basto Lord de Rundyncar, señor de rojo Trown y parte del supremo consejo de guerra de Gontak, se alejó lentamente de ahí, mientras Alexander convulsionaba del dolor jamás experimentado, y el humano que habitaba se puso morado. Pero antes de que saliera por la puerta Daox se giró y habló una última vez; —Por si no quedó claro, declaramos la guerra al imperio Wul y a todas sus colonias, activas o inactivas, y no se preocupe en decirles a sus líderes, nosotros veremos que sean notificadas.

Daox se marchó, mientras Alexander convulsionó, hasta que el dolor se apagó. Alexander Nubier quedó tendido boca arriba y de entre su boca abierta una extraña bruma oscura se desprendió de su cuerpo, para extinguirse en la nada del aire y morir.


Edher Juárez López, nacido en México un 11 de diciembre de 1989. Ingeniero Mecánico Industrial, que siempre tuvo una imaginación voraz. Habilidad que le costó desafíos al momento de poner atención. Ahora siendo escritor de medio tiempo y siempre entusiasta del género de la ciencia ficción, la fantasía y el terror. Se debe agregar que aún no se ha publicado nada de su trabajo, pero esto sólo amplía su convicción de seguir escribiendo, acerca de aquellos mundos que vislumbra en su imaginación. “Mi mente siempre divaga por mundos mas allá de mi realidad”


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"Cincuenta y siete años-sombra" por Carlos M. Federici

12 Oct

Revista Cosmocápsula número 14. Julio – Septiembre 2015 . Cápsulas literarias.

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Cincuenta y siete años-sombra

Carlos M. Federici


Estrellas —dijo—. Galaxias. Constelaciones.

Cientos de millares de reflejos se posaron sobre el cristal de su escafandra “Visión 3-60” como una mininevada inmaterial. En medio de la negra bóveda salpicada de orificios brillantes, la cabeza de Gervasio Corso, contenida en su globo, semejaba un sol en ruinas a cuya agonía asistía el corro de su sistema con parpadeante estupor.

Saboreó cada sílaba al musitar sus nombres:

Rígel… Aldebarán… La Cabeza del Caballo y Andrómeda… ¡Lejana Fomalhaut de mis pesadillas!… Achernar… Miranda y Oberón… Sirio, ¡tan luminosa!…

Levantó ávidamente los ojos, estirando los músculos del cuello en un vano intento de aproximar lo remoto. Lo atravesaba un hierro en ascuas, pero no se quejaba, ni tampoco fluían lágrimas de sus ojos, secos desde su muerta juventud.

No estaba cómodo en aquel traje espacial, fabricado más de medio siglo atrás, pero necesitaba sentir cómo le ceñía el cuerpo, doliéndole en las axilas y en las corvas, y oprimiéndole la cintura, envilecida por el vientre vergonzante que engendrara su largo período de inactividad… Suspiró, al tiempo que sus pupilas se comían los puntos luminosos de lo alto. ¡Una vez —hacía tanto, Dios— se había movido con soltura entre esos puertos ardientes del espacio, devorando años-luz con la glotonería de poderosos motores atómicos! Cruzar el cosmos era cuestión de horas, en tiempo subjetivo, y Proción y Nínive 3 quedaban a la vuelta de la esquina.

El dolor le contorsionó las facciones, viejas y curtidas, en un rictus que jamás habría permitido que ningún curioso sorprendiera. Su sufrimiento era cosa suya. Nínive 3… ¿Por qué demonios tuvo que venirle a la mente, entre tantos lugares en los que había estado durante sus años de espaciero?

Todo eso tengo que enterrarlo —murmuró, con un rechinar de dientes—. Muy, muy hondo.

Pero era demasiado viejo, reconoció enseguida, para pretender engañarse a sí mismo como a un niño. ¡Aquello estaba prendido a sus entrañas y a su mente con la tenacidad de una araña-pulpo de Umbriel! No era sino otra de las facetas de su castigo, rumiar malos recuerdos.

Es raro —volvió a decirse (sus largos años de soledad le habían inculcado el hábito de hablar consigo mismo)—, ahora, de acuerdo a los cánones del romanticismo, correspondería que yo creyese ver los ojos de Eurídice entre las estrellas. ¡Pero maldito si me puedo acordar de qué color eran! ¿Azules o verdosos? —Sacudió la cabeza, tanto como se lo permitió el casco espacial—. Lo que no olvidaré jamás es que brillaban demasiado fuerte!

Otros atributos de ella le venían más fácil a la memoria. Aquel cabello rubio, que se ataba en una sola trenza, larga y retorcida, casi viva… La gracia de sus movimientos, aun con el traje de presión puesto… Una risa que acababa por contagiar, incluso a un individuo taciturno como Gervasio Corso… Y aquellas espléndidas, delicadas, suaves y flexibles…

Apretó los párpados, al asaltarle un retortijón del alma más fuerte que los anteriores. Había cosas que ni aun mentalmente podía permitirse nombrar.

La Base Cósmica Nínive 3 estaba convulsionada, cuando se conocieron, porque se avecinaba el acontecimiento más sensacional en la historia del Hombre. ¡El contacto con una raza extraña se había formalizado al fin, y sería precisamente en Nínive 3 (en el sector Proción) donde habría de operarse! Joven, e idealista —aunque este aspecto suyo no trascendiera, porque Corso era tímido para expresarse—, esperaba con ansia el gran momento de la confrontación. ¡Un hito para la Humanidad! El ingreso a la última frontera, y el principio de una era de imprevisibles posibilidades. Algo realmente inmenso, que le hacía latir el corazón casi con la misma fuerza que la turbadora proximidad de Eurídice, quien al principio fue nada más que una mesera del Sector Restorán, para pasar, de a poco, a convertirse en una idea fija.

¿Cómo serán estos Zeheranos? —se había interesado ella, durante una de sus largas conversaciones de sobremesa—. ¿A ti te adelantaron algo? Digo, como trabajas en Mantenimiento…

Si me toca turno cuando lleguen —había improvisado él, para impresionarla—, es posible que esté tan cerca de ellos como lo estoy de vos. No veo por qué no. Aunque uno nunca sabe, viste. Los turnos los deciden los de arriba, y uno no tiene ni voz ni voto.

Si los ves, me vienes a contar enseguida —el acento, estriado de portugués, de la chica, lo deleitaba—. ¡Cómo me gustaría estar ahí! Pero no soy más que una mesera. Tú eres el importante, Vasio. Prométeme que me lo relatarás todito, con pelos y señales. Júramelo por Aldebarán.

La euforia provocada por la cercanía de ella lo tornaba incluso ocurrente:

Te lo contaré con señales —bromeó—, pero de pelos…, no creo. Esos tipos son re-lampiños, según dicen. Cabezones, blancos como el papel, brazos y piernas como alambres, y…

Ella rió, dándole una palmada.

¡No seas malo, Vasio! ¿Cómo hablas así de los E.T., que están infinitamente por encima de nosotros, y se dignan bajar hasta acá, a Nínive 3 de Proción, para conocernos y que los conozcamos?

Es que así son —la provocó él, deliberadamente—. Monstruos. Pero buenitos en el fondo, o por lo menos eso es lo que afirma el Director de Xenocontactos.

Eres incorregible, Vasio —Ella lo azotó blandamente con su trenza—. Merecerías una semana de castigo en el Eje.

¿El sector desgravitado? ¡Bah! ¡Minga de castigo! ¿Te pensás que soy novato Afuera? Toda la vida la pasé acá, nena ¿O dónde te creés que nací, eh? Conozco de sobra el nulgrav. Me muevo sin peso igual que una sílfide.

Lo de siempre: discusiones, bromas, y mucha risa por parte de ella. Pero de ahí no pasaban, quizás porque él, a los treinta y dos años, era tan apocado como un adolescente del siglo anterior. Pero en los períodos de descanso (denominados convencionalmente “noches” por los habitantes de la base Nínive 3), se permitía jugar con ciertas fantasías que habrían hecho subir los colores a las tersas mejillas de Eurídice, quien, toca reconocerlo, era varios puntos menos desvergonzada que el estándar femenino de la década.

¡Qué idiota fui! —se reprochó el Gervasio Corso anciano, solitario en medio del silencioso fulgor estelar—. Si le hubiese insinuado algo antes…, en el momento debido. Quizás las cosas no habrían…

¡Cuán lejano estaba todo aquello! Cincuenta y siete años, pensó. Cincuenta y siete años-sombra. Sus viejas coyunturas rechinaron dentro del equipo espacial, al iniciar él un pequeño paseo bajo las galaxias. Miríadas de ojos relumbrantes, aunque ciegos al avatar humano.

Una eternidad mirando a otra, se dijo. Las estrellas y mi desgracia: cada cual en su propia escala, dos eternidades.

De repente, un arco finísimo hendió calladamente el terciopelo negro del domo sideral. La boca de Corso se retorció en una ácida sonrisa. Una estrella fugaz, pensó. ¡Hay que aprovechar a pedir un deseo!

El deseo más ardiente de ella, lo había comprendido de inmediato, era ver a los Extraños. Se le iluminaban los ojos al hablar de eso; casi le resplandecía la cara, como a la Bernadette de la gruta cuando mencionaba a la Señora. Y él, Corso, le había fallado miserablemente. Aún le dolía evocar la expresión de desencanto de Eurídice, cuando le informó que definitivamente se le había excluido del equipo de recepción. Fue al verla a punto de llorar que se decidió a hacer algo temerario.

Está bien, nena —la consoló, con cierta torpeza—. Si tanto lo deseás, yo te voy a meter en eso. Tengo mis recursos.

Se le había echado en los brazos, de tan exaltada. Fue lo más cerca que Gervasio Corso estuvo del éxtasis, sintiendo virtualmente en su pecho los latidos alborozados de aquel corazón en llamas. Ya no podría retroceder, se dijo. Habría que jugarse el todo por el todo.

Y lo consiguió, sobornando a unos y engañando a otros. El gran día, cuando Nínive 3 estaba sujeta a la regla de Asepsia General, y todo el personal debía llevar traje espacial en consideración a los Zeheranos (que no soportaban siquiera el roce de la seda sobre sus cuerpos, y temían la exposición a microorganismos extraños), Corso logró hacerse de dos de los uniformes “autorizados”, distinguibles por su color amarillo. Embutió en uno a Eurídice, reservándose el otro. Se “colarían” en el sector de recepción aunque fuese lo último que hicieran.

No doy más de los nervios, Vasio —su susurro angustiado le llegó a través del Intercom del traje—. ¡Creo que me voy a desmayar!

Agarrate bien de mí, y no te hagas notar —Se sentía fuerte y protector. La presión de la mano de ella en la suya, a través del espesor de los trajes, envió un escalofrío delicioso a su espina dorsal—.Vas a ver qué bien vemos todo.

La fortuna es de los audaces. No hubo percances, aunque en un par de ocasiones, bajo la inquisitiva mirada de un guardia de Seguridad, Corso sintió el corazón entre los dientes. Como suele ocurrir, sin embargo, el acontecimiento no resultó tan grandioso como ambos anticiparan. Los Zeheranos arribaron a la hora prevista, pero su inmensa nave quedó en órbita lejana, desde luego, de manera que no pudieron contemplar sus maravillas. En cuanto a los seres en sí, rodeados de aparatosas medidas de seguridad, apenas si lograron vislumbrarlos desde el sitio en que se ubicaran. En menos de lo que dura un bostezo, ya habían desaparecido para instalarse en su sector reservado, a cubierto de cualquier riesgo.

Así y todo, Gervasio Corso pudo comprobar que ella le había quedado muy agradecida. Y al encontrarse en la soledad de un corredor, lejos del alcance de ojos indiscretos, ella se le apretó hasta donde se lo consentían los trajes y juntó su casco con el del hombre, en un beso simbólico.

Estuviste estupendo conmigo, Vasio. No sé como agradecerte. ¡Te adoro, grandote!

Yo también —barbotó él, rojo detrás del visor—. Desde que te vi, flaca.

Hubo un silencio, porque ninguno de los dos había esperado pasar tan pronto de la guasa a lo serio. Pero el temblor de Corso, aun amortiguado por el traje, no escapó a la percepción de la mujer.

Fuiste tan bueno siempre. Quisiera poder expresártelo de otra manera, pero…

No podemos sacarnos esto —dijo él—. La orden es estricta, y si nos pescan…

No importa —sonrió ella—. Ya habrá tiempo para que nos conozcamos.

Dentro de un par de terrahoras salgo para el Cinturón. ¿No te acordás que te lo dije? Mi grupo va a pasar seis orbitales trabajando en la base de ahí. Es mucho tiempo.

Se quedaron callados, respirando fuerte a través del sistema de los trajes. Finalmente, ella tomó la iniciativa. Con lentitud se quitó uno de los guantes y lo animó a que la imitara.

Sé que te gustan mucho mis manos —dijo suavemente—. Me di cuenta de cómo me las miras… Y es raro, porque casi todos se fijan en otras cosas. Vamos, sácate el guante. Al menos nos tocaremos las manos. Yo sé que lo estás deseando, Vasio. ¡Hagámoslo!

Y era cierto. Corso no era como los demás hombres, quizás porque había vivido siempre en el ambiente rudo y sin sofisticaciones del espacio, en una de cuyas bases le concibieran in vitro. Las manos se juntaron, y para él fue tan íntimo y plenificante como un acto sexual.

Aun de viejo, las vibraciones de aquel instante mágico conmovían tenuemente sus fibras. Palideció.

de súbito, un rectángulo blanco irrumpió entre las estrellas. Una silueta de apariencia gigantesca se recortó en su luz, y Corso supo que el tiempo se le había terminado.

Hay que volver a la celda, Corso —advirtió el guardia—.Si sigues haciendo buena letra, el mes próximo te traigo otra vez.

¡Estrellas, galaxias, constelaciones…, off! —dijo el preso, y el universo virtual se disolvió en un “amanecer” computarizado. Una tenue luminosidad borró los últimos astros, mientras Gervasio Corso retornaba a su realidad cotidiana.

Habían cometido su acción culpable a cubierto de miradas, pero las videocámaras de vigilancia jamás se distraían. Cuando toda una raza alienígena se extinguió debido al contagio de un virus de resfriado terrícola común, se supo a quiénes culpar por ese cosmicidio. La Federación Galáctica dictó una sentencia de alcances terribles.

A través de largos pasillos, que recorrían en un pequeño y veloz vehículo, Corso, cambiado ya el viejo traje espacial por su uniforme de convicto, reasumía su confinamiento perpetuo, en lo más profundo de la urbe subterránea. Lo mismo que el resto de los seres humanos, ya no podría volver a contemplar las estrellas verdaderas, porque se les había exiliado de la superficie planetaria, confinándoles al subsuelo.

Su castigo, el castigo de una especie, era vivir, indefinidamente, una vida de años-sombra. ¡Por un solo minuto de amor!

Como aquellas antiguas letras de tango —murmuró el preso, al cerrarse la puerta de la celda a sus espaldas—. ¡Qué lástima no haber nacido poeta!


Carlos M. Federici. Nació el 3 de diciembre de 1941 en la ciudad de Montevideo (Uruguay), lugar en el que (como alguien anotara) “se ha obstinado en residir hasta el día de hoy, aun cuando las tramas de sus narraciones transcurran en exóticos parajes e incluso en remotas galaxias”. Géneros cultivados: Policial, ciencia ficción, terror y misterio, varios. Apéndice: cómic. Obras editadas: La Orilla Roja (1972, Reed. 1991); Mi Trabajo es el Crimen (1974, Reed. 1992); Avoir du Chien et être au Parfum (1976); Dos Caras para un Crimen (1982, firmada como el “heterónimo” Charles Fedson, Reed. 1993); Goddeu$ (Los Ejecutivos de Dios) (1989); Umbral de las Tinieblas (1990, Reed. 1995); El Asesino no las quiere Rubias (1991); Cuentos Policiales (1993); El Nexo de Maeter-linck (1993); Llegar a Khordoora (1994). Premios Literarios: Primer Premio en el Concurso “XIII Aniversario de El Popular”(1970); Primer Premio en el Concurso Literario Municipal (1971); Premio “ex aequo” en el mismo certamen (1974); Primer Premio en el II Concurso Literario “Melvin Jones” (1986); Hucha de Plata en el Certamen “Hucha de Oro” (Madrid, 1987); Primer Premio AEDI en el XIX Concurso Literario “Dr. Alberto Manini Ríos”(1997).


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"No hay mujeres" por Campo Ricardo Burgos López

9 Oct

Revista Cosmocápsula número 14. Julio – Septiembre 2015 . Cápsulas literarias.

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No hay mujeres

Campo Ricardo Burgos López


Hernando Hoyos murió por un accidente de tránsito el 8 de junio de 2015 a las 9 y 26 minutos de la noche. Él iba conduciendo un automóvil por las saturadas calles de Bogotá, cuando de repente se le cruzó una motocicleta y al intentar esquivarla acabó estrellándose contra un poste del alumbrado público. Al motociclista que provocó la desgracia (un sujeto llamado Aarón Contreras) no le fue mejor: también acabó aplanado contra una pared y falleció como una hora y media después que Hoyos. Más o menos habían pasado cinco minutos desde que el equipo médico lo había declarado clínicamente muerto, cuando Hoyos recobró la conciencia y se vio a sí mismo flotando en el quirófano y observando desde lo alto del cielorraso a los médicos y enfermeras que se esforzaban allá abajo. Sin que nadie se lo dijera, contempló su cuerpo reventado sobre la mesa de operaciones y supo que ya no estaba vivo. Pensó que su esposa se quedaba con la inmensa deuda de la hipoteca del apartamento en que ambos convivían, que afortunadamente no había tenido hijos y que — extrañamente, dadas las circunstancias- sentía una infinita curiosidad por saber qué ocurría con los humanos después de la muerte. Por unos segundos se quedó pasmado ante el anómalo espectáculo de su conciencia divisando a su cuerpo separado y entonces algo ocurrió, de súbito se borraron médicos, enfermeras, quirófano, cuerpo despanzurrado, conciencia, tiempo, espacio, historia y demás, y de repente emergió en otro lado.

El otro “sitio” (por llamarlo así, ya que en rigor tras la muerte ya no hay tiempo ni espacio) era un valle ilimitado y verde donde se respiraba un aire delicioso. Hoyos estaba acostado, pero de inmediato se puso de pie y oteó el panorama. En el dilatado paisaje se observaban incontables personas que, como él, tenían cara de neto desconcierto. Algunos de esos millones y millones de tipos estaban sentados, otros acostados y muchos charlaban entre sí. Hoyos se miró a sí mismo y vio que otra vez estaba revestido de su cuerpo, pero que él ya no estaba desfigurado como había quedado tras el accidente de tránsito; de algún modo inexplicable y exacto, él había sido reconstruido. Mientras observaba el entorno, notó que muy próximos a él y tumbados en el césped, había tres tipos que lo contemplaban con expresión divertida (un sujeto de gafas, un negro y un tipo con apariencia simiesca). En cierto instante le hicieron señas de que se acercara, él lo hizo y entonces trabó conversación con ellos. De este modo supo que el trío de interlocutores eran individuos que habían muerto (según el calendario humano occidental) uno en 1970, otro en 1824 y otro en 1211 después de Cristo, supo que periódicamente cada uno de los sujetos que poblaban ese valle era llamado por una voz que retumbaba desde el cielo y entonces el así convocado desaparecía, supo que el lugar era una suerte de antesala en el cual se aguardaba a que algo sobrehumano llamara a cada uno, supo que el “lugar” era perfectamente cómodo y que allí nunca llovía, nunca hacía demasiado calor o frío y no se sentían jamás hambre o sed, supo —y eso por alguna razón lo perturbó- que allí no había mujeres, su trío de guías le comentó que en los siglos que llevaban esperando su llamado por la voz inhumana, jamás se habían topado con una.

Es muy extraño— apuntó el negro — yo llevo milenios esperando que me llamen, he recorrido este valle infinito por todos lados y jamás he visto una mujer, aquí sólo hay hombres, machos, un número incontable de machos por todas partes. Los tres hemos hablado por mucho tiempo con todos los tipos que nos hemos encontrado en todo sitio y todos coinciden en lo mismo: jamás ninguno de los hombres que ha llegado a hacer antesala a este valle, ha visto por aquí a una mujer. Acá no existen.

2

Hoyos ya llevaba mucho “tiempo” aguardando su llamado y durante los siglos o milenios que llevaba esperando se dedicó a viajar por el valle infinito. Todo era extraño y hasta lunático, pero sobre todo lo desconcertaba que nunca encontró allí a una mujer. Siempre que hablaba con alguno de los millones que también aguardaban a la voz, a la pregunta de si alguna vez habían visto a alguna hija de Eva por esos parajes, la contestación nunca fue distinta: “Acá no existen. Nunca nadie ha visto una. Nadie entiende nada”. En el valle — eso sí — se encontraba todo tipo de animales vagando libremente y que jamás atacaban a los humanos. Una vez un individuo sirio le hizo notar algo: todos los animales que por allí deambulaban eran machos, nunca nadie había topado con un animal hembra.

Aquí no hay perros hembra, ni gatos hembra, ni leones hembra, ni leopardos hembra —le explicó el sirio con rostro entre asombrado y asustado-. Yo he examinado millones de animales en multitud de lugares mientras espero mi llamado, y aún no comprendo por qué aquí todos los animales pertenecen al sexo masculino, por qué las hembras no existen.

Inmediatamente el sirio le había hablado de ese modo, una voz no humana retumbó en el cielo, el sujeto sonrió alelado y entonces, en un segundo, se disolvió en el aire ante los ojos de Hoyos.

3

Siglos y siglos transcurrieron y Hoyos vio desaparecer a muchos sujetos ante la repentina llamada de la voz sobrehumana resonando en el valle, siglos y siglos Hoyos se preguntó una y otra vez por qué allí nunca aparecía una mujer, por qué nadie nunca había visto una, siglos y siglos Hoyos se preguntó también por qué era necesario esperar en ese lugar hasta que a la bendita voz le diera la gana de pronunciar el nombre de cada uno, siglos y siglos Hoyos estuvo deambulando de aquí para allá y de allá para acá sin saber exactamente qué buscaba, una vez en todas esas centurias llovió y todos tuvieron que correr a esconderse bajo unas rocas cercanas porque inexplicablemente esas gotas de lluvia quemaban. Ya Hoyos había perdido la cuenta de cuántos siglos o milenios o millones de años llevaba en aquel lugar y hasta a veces pensaba que tal vez a él nunca le llamarían, cuando un día la voz del valle atronó el espacio con su nombre. Al instante Hoyos desapareció y recordó que siglos o milenios atrás ya había sentido ese mismo vértigo cuando recién muerto le habían arrancado del hospital y le habían llevado a ese sitio.

4

Ahora Hoyos se encontró de repente sentado en el sofá de lo que parecía un elegante salón victoriano donde todo estaba tapizado de blanco: blancos eran los muebles, blanca la alfombra, blancas las lámparas y adornos diversos, blancas las paredes, blanca la luz. Al advertir que estaba solo alcanzó a pensar si ahora tendría que esperar en ese recinto otros cuantos miles o millones de años, cuando de súbito una voz que afloraba de todas partes a la vez y que estaba impregnada de algo atroz, le contestó:

No.

Entre desorientado y perplejo, Hoyos replicó.

¿Quién eres? ¿Qué hago aquí? ¿Qué lugar es este?

Soy el encargado de tu adiestramiento de aquí en adelante y esta es la tercera fase del mismo. Esto no es un lugar o un tiempo —contestó la voz de modo tajante y veloz.

¿Qué adiestramiento? —redarguyó Hoyos-, yo no recuerdo que estuviera en un curso o algo así.

Siempre has estado en trance de adiestramiento — respondió la voz sin dejar pasar ni un milisegundo tras el interrogante de Hoyos-. Tu vida en el continuo espaciotiempo fue la fase uno, el valle la fase dos, ésta la fase tres.

Por un momento Hoyos se quedó sin saber qué decir. Luego volvió a insistir.

Espere un instante —inició aturdido —. ¿Quiere decirme que mi vida antes de morir era algo así como una escuela? ¿Es eso?

Quítale el “así como” —contestó la voz vertiginosa —. Era una escuela. Estabas allí para aprender unos cuantos rudimentos que te serán útiles más adelante, allí interactuabas con alguna realidad virtual que tú asumías como si no lo fuera, un ejemplo son las mujeres y lo femenino por las cuales te has preguntado tantas veces, ellas nunca existieron, sólo eran un delirio inducido para enseñarte ciertas habilidades y conseguir ciertas respuestas.

Hoyos quedó literalmente estupefacto.

Espere otra vez —pensó-. ¿Me está diciendo que las mujeres de mi primera vida nunca fueron reales? ¿Ninguna mujer?

Ninguna —ametralló instantánea la voz-. Ni siquiera tu esposa o tu madre. Sé que esto te sorprenderá al principio, pero luego entenderás la razón. En la totalidad de universos sólo existen “machos”, nada más. A aquellos “machos” que apenas comienzan su adiestramiento, se les rodea de figuras femeninas para que piensen que tenían madres, hermanas, amantes, esposas o amigas, como un recurso didáctico. Nada más. La mujer es una suerte de ábaco para principiantes y una vez empiezas a entender mejor la realidad, ya no necesitas el ábaco para seguir sumando o restando.

¡Pero yo amaba a mi esposa! —gritó Hoyos- ¡Ella era de lo mejor de mi vida! ¡No es posible que ella haya sido sólo mi imaginación! —remató con tono angustiado.

Tú nunca amaste a tu esposa- comenzó la voz-. Aquí te darás cuenta de que eso que denominas “amor” nunca aconteció. Además, ella no era lo mejor de tu vida pues sólo era un delirio psicótico para principiantes y sí, todas las mujeres de la historia desde Eva hasta tu madre, tu esposa y tu amante, sólo fueron una fantasía pedagógica, una ilusión didáctica para tu formación.

Hoyos se sintió como si por un segundo le hubieran pasado una aplanadora por encima y aún así continuara vivo. Todo eso era absurdo, no era posible.

Un momento —pensó de nuevo de manera nebulosa-. Si lo que dices es cierto ¿Qué otras cosas eran ilusorias y nunca existieron?

El sexo tampoco sucedió jamás, de hecho el sexo no existe. Tampoco hay muerte ni estrellas ni lunas.

¿Otros recursos pedagógicos para principiantes? —deslizó Hoyos irónico.

Exactamente —continuó la voz imperturbable-. Y te felicito por tu atinada ironía.

Por alguna razón, Hoyos pensó que una realidad donde todos fueran machos llevaba a un multiverso gay, pero la voz arremetió de inmediato.

Si no hay sexo, no hay homosexuales ni heterosexuales. Hace un instante te dije que en todos los universos existentes sólo hay “machos”, pero otra vez eso fue un recurso pedagógico, en sentido estricto tampoco hay “machos” o “universos”, son delirios que en este momento necesitas para no perderte en tus raciocinios, muy pronto también te liberarás de ellos.

Hoyos sentía que las tinieblas crecían dentro de él y que sin embargo, de un modo incomprensible, cierta luz impenetrable pugnaba por invadirlo, tenía la certeza de que algo definitivo ahora sí iba a empezar.

Antes de que preguntes, me anticipo —proclamó la voz que ahora sonaba insoportablemente perfecta-. Dios no existe, tampoco la gran mayoría del valle intermedio, esta voz también es un recurso pedagógico para principiantes, no hay esperanza ni desesperanza, ni alegría ni dolor, ni mares ni lechos, tú nunca has sido.

Hoyos escuchó impertérrito la última andanada y sintió que una parte de él comenzaba a despertar, a evocar algo que siempre había estado allí. Sintió que detrás de él había algo o alguien tan nuevo y tan alto que si se atrevía a mirarlo, sería despedazado.

Bogotá, junio de 2015


Campo Ricardo Burgos López. Es bogotano, se graduó de psicólogo, pero por fortuna no ejerce la psicología. Obras suyas son Libro que contiene tres miradas (poesía), José Antonio Ramírez y un zapato y El clon de Borges (novelas) y textos críticos como Pintarle bigote a la Mona Lisa: las ucronías, Otros seres y otros mundos. Estudios en literatura fantástica e Introducción al estudio del diablo. Compiló también la Antología del cuento fantástico colombiano. En la actualidad es profesor en la Escuela de Filosofía y Humanidades de la Universidad Sergio Arboleda de Bogotá.


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"Al final del negro laberinto" por Álvaro Morales Collazo

7 Oct

Revista Cosmocápsula número 14. Julio – Septiembre 2015 . Cápsulas literarias.

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Al final del negro laberinto

Álvaro Morales Collazo


Ludendorff no podía creer que de eso se tratara todo. La última sala en la cima-fondo de la montaña-abismo estaba vacía. Las paredes circulares de piedra, tramo final del último espiral del laberinto, terminaban en la nada. El arco formaba la sala circular. Encima, en el cielo, las dos estrellas gigantes, una azul, la otra ligeramente verdosa, ocupaban el centro exacto del enorme complejo y parecían rotar siguiendo el circulo de piedra. Había recorrido los nueve planos del centro, deambulando por las habitaciones vacías de los nueve palacios, apagando sus furores bélicos en los rincones habitados tan sólo por la humedad y por interminables ecos. Había superado el puente helado-de-fuego del borde. Supuestamente se hallaba más allá de todo, en un punto por encima del límite, el último escollo del universo, la postrera cima que se alzaba y se hundía en la frontera de la materia. Y había encontrado el laberinto negro, el inmaculado resto de la demencia en la que cayeron los grandes demiurgos. Sabía que detrás de su negro recorrido se hallaba el último de ellos que aún podía considerarse vivo. En darle término a su locura, Ludendorff veía la expiación de sus propios pecados, el alzamiento sobre el sinsentido de la materia y de la realidad, la liberación de las cadenas que retenían su espíritu. Pero una vez más se encontraba en la nada. Al final del gigantesco laberinto no había nada, salvo una especie de colina oscura y una informe roca del aspecto del carbón. Consideró que eso que parecía una piedra negra en el centro de la sala bien pudo ser en otra época un trono, que era lo que desde el principio esperaba encontrar, y que el tiempo había sabido deformar hasta volverlo irreconocible; y confirmaba esta idea en el asomo de lo que pudieron ser unos ángulos rectos. Dónde estaba ese olvidado dios loco. Ese testigo de la extracción del cosmos de la nada, dueño de la única llave para la última puerta hacía las regiones más elevadas. Matándolo, liberaría al universo de esa inmunda verdad, de la corroboración de la intencionalidad de todo lo creado. Luego, la inmensidad podría de una vez por todas deambular sola.

No sabía cuánto tiempo había demorado en llegar, pero sí que el tiempo no parecía relevante en ese lugar, bien la eternidad pudo haber enloquecido a los dioses, bien pudo hacerlo con cualquiera. No había pensado en un camino de regreso, hasta ahí lo conducían sus pasos, por lo que la única forma de volver a su transporte, era andando afuera del palacio y de la roca misma. Tomó pesadamente asiento en la piedra negra. Recordó cuando había alzado la vista por sobre el deteriorado borde. Había visto el primer palacio creyéndolo el único, lo había invadido con toda la furia que hervía en su sangre. Dentro de este monumento silencioso descubrió que había otros ocho más adelante. Conoció el comienzo de la historia primitiva de la creación. Habían sido nueve los demiurgos, uno en cada palacio que era como un mundo en sí mismo. Pero éste estaba vacío. Sus altas paredes blancas resplandecían con un remanente del brillo de otras eras. Así había seguido. Su viaje parecía haber durado una eternidad. En el cuarto palacio, entre sus ennegrecidas paredes de oro, descubrió el porqué de esa desolación. Había ocurrido una guerra entre los dioses y la mayoría había muerto. En el sexto palacio descubrió que su dueño había abandonado el plano de la realidad, aceptando su fracaso, y que antes de enloquecer, o durante el proceso, utilizó su llave y ascendió. En el séptimo, entendió lo que había ocurrido. Dos demiurgos habían sobrevivido a la guerra. En el previsiblemente vacío octavo palacio entendió que sólo quedaba uno, que aún vivía en el noveno, una colosal roca negra que se elevaba sobre el abismo, amparado en las justificaciones que le podía brindar la locura. El espíritu le había vuelto al cuerpo con esta última revelación. Había llegado con muchas preguntas, ahora tal vez podría irse con alguna respuesta.

Asaltó el palacio con los bríos necesarios para enfrentar al más antiguo de los ejércitos. Pero en su lugar sólo fue encontrando salas vacías, inmensos salones plagados de polvo, gigantescas bóvedas donde no quedaba ni el aire glorioso que suele habitar en las ruinas que han visto de cerca la historia. Nada quedaba. Al final de la última sala, el laberinto negro, hecho para perder a cualquier hombre, o para encontrar al primero.

Ahora, sentado en esa piedra derretida que pudo ser un trono, pensaba cómo podría recorrer todo el camino de regreso. Alzó la vista hacia el cielo. Era fácil perder la noción del tiempo en ese lugar, porque el firmamento estaba fijo. El preciso movimiento de todos los astros hacía que el cielo siempre fuera el mismo. Estaba plagado de las estrellas gigantes más viejas del universo, todos sistemas binarios, una azul, la otra verde; su resplandor creaba el efecto de que toda la circunferencia del horizonte pareciera carente de estrellas.

Cómo podría rehacer su camino sin esfuerzo físico. Ese pensamiento ocupaba su tiempo. Pensó que sería bueno poder volar, poder transportarse. Luego, pensó que efectivamente podría volar, que si alzaba sus brazos como alas y lo deseaba con suficiente confianza, era algo que podía ocurrir. En un instante estaría en el transporte, o ni lo necesitaría, podría ir hasta cualquier lugar al que deseara con sólo pensarlo. De otra forma, también podría transformarse en otra persona, adquirir sus recuerdos como propios. Se desencantó durante un instante e invariablemente pensó que ese lugar manifestaba todo el tiempo su propensión a la locura. A pesar de todo su misticismo de tiempo detenido, de eterno paisaje como congelado, a pesar de su hermosura primigenia, la bruma bajando lenta desde las alturas, empapada de una mezcla indecisa de azul y verde, como fluidos que se atraen pero no se mezclan, a pesar de todo eso y más, la mente y la conciencia parecían no tener allí lugar. La fantasmal figura del inmenso palacio recortado contra el continuo flujo del borde le trajo a la memoria una profecía.

Ludendorff tuvo al instante una revelación. Entendió el secreto del noveno palacio y de su misterioso ocupante, las razones del aparente abandono, los motivos de la guerra, del fracaso, de la retirada. Lo supo todo. En un fugaz instante en su trono derruido, las estrellas gigantes rotaron sobre su cabeza, el abismo pareció temblar, el borde detenerse. Recordó el tiempo en que había invadido los otros palacios, y aún antes, cuando gustaba de la sociedad. Ludendorff lo recordó todo. Pensó en lo inútil de sumergirse en los recuerdos del pasado remoto, tanto como para poder tratarse de recuerdos de otras personas, fragmentos que la imaginación rellenaba de la forma que más le convenía. Supo que efectivamente ese lugar producía locura, pero que ésta se había arraigado allí con la sangre que había regado la tierra, con los astros que habían muerto y esparcido sus cenizas a lo largo de su yerma planicie, y sobre todo con aquellos que fueron dejados por el camino. Ludendorff comprendió que el dios loco, era él.


Álvaro Morales Collazo. (Uruguay) Escribo desde niño. Relatos de mi autoría han quedado seleccionados en alrededor de quince antologías. Entre ellos: «Alejandría», en el IV Certamen de Relatos Breves de la Asociación Cultural Las Alcublas. «Niños», y «El despertar», en el VII Concurso de Microrelatos de Terror y Gore (2013), que organiza el Festival de Cine de Terror de Molins de Reis. «Espejo 10», en la antología Homenaje a Julio Cortazar de la editorial ArtGerust. «Juego de niños 3», en la I antología de Calabacines en el Ático, Grand Guignol, organizada por Saco de Huesos. «Sótanos», en el III Concurso de Terror ArtGerust. Homenaje a Edgar Allan Poe. «El zurdo Villalba», obtuvo una mención en el 8vo concurso «El saber no ocupa lugar», Tala, Canelones, Uruguay. «El juego de la arena», finalista en el Concurso Literario Gonzalo Rojas Pizarro. «Recorridos», finalista en el I Concurso de Microrelatos de Terror, Librerío de la Plata. Estoy a punto de recibirme en la Facultad de Psicología de la Universidad de la República. Este relato, «Al final del negro laberinto» resultó finalista en el I Concurso de Relato Breve Encuentros en la Tercera Frase, organizado conjuntamente por Letras Inquietas y Fata Libelli, pero nunca fue publicado en ningún formato, únicamente en el blog de Fata Libelli.


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"Escaramuza junto al arroyo Las Piedras" por Sergio Gaut vel Hartman

5 Oct

Revista Cosmocápsula número 14. Julio – Septiembre 2015 . Cápsulas literarias.

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Escaramuza junto al arroyo Las Piedras

Sergio Gaut vel Hartman


Estari se agachó justo cuando la ráfaga de chiflas disparada desde el bichadero pasaba a metro y medio del suelo, exactamente donde un segundo antes él tenía la cabeza. Pura casualidad. Estar vivo o muerto no suponía una gran diferencia en esa guerra; pero Estari prefería seguir vivo, aunque el precio fuera chapotear día y noche en esa jalea ácida y maloliente formada por el desborde del arroyo. Pensó en el precio. Pensó en cómo era la vida antes de que llegaran los kulfos. Pensó en Nora, pero borró el pensamiento de inmediato; era inútil pensar en ella, nefasto.

Los kulfos del bichadero parecían haberse calmado. Estari le mandó una señal al Cosaco para fijar su posición y conocer la de él; el Cosaco estaba a cinco metros a la izquierda, a cubierto detrás de un esqueleto de hierros oxidados. Sistema había determinado que ese bichadero era el único del sector que podía ser tomado a un costo razonable. También había calculado que recuperarían dos tercios de los muertos propios y que la mitad podría reciclarse. Guerras modernas.

Una nueva ráfaga de chiflas le informó que los kulfos estaban equipados con localizadores térmicos de movimiento, más precisos que los anteriores. Pero los invasores no tenían forma de saber cuántos reciclados integraban la partida; ni siquiera debían entender por qué los atacantes eran siempre más de los que sus aparatos podían detectar.

Estari se movió en la estela de un reciclado que había recibido orden de disparar una racha de alubias contra el bichadero. Los kulfos respondieron por instinto, sin vacilar, por lo que la atmósfera se incendió con un complicado macramé de fuego azul. El reciclado duró exactamente dos segundos y quedó tan destrozado por las chiflas que Estari tuvo la certeza de que no lo iban a poder reciclar una vez más. Pero antes de que la masa de tejidos chamuscados tocara el suelo, otros dos reciclados se irguieron desde los extremos opuestos de una línea imaginaria que pasaba por el bichadero y tiraron unas rachas infernales, profundas. Los kulfos, tomados por sorpresa en el cruce de dos fuegos, ni siquiera tuvieron oportunidad de disparar las chiflas; tal vez habían tenido un poco más de suerte que otras veces y el ablande dejó a varios fuera de combate. Estari se incorporó a medias y avanzó unos metros a gatas, en línea recta, celebrando que el movimiento táctico ideado por Sistema hubiera sido tan efectivo. Si bien los reciclados se habían dejado fuera de combate mutuamente, al disparar enfrentados, con el bichadero en el camino de las rachas, las alubias no causaban tantos estragos en los humanos como en los kulfos y seguramente los Bio de Sistema podrían recuperarlos.

Estari vio que su detector brillaba rojo y casi de inmediato descubrió al Cosaco, con el cuerpo al descubierto, arrojando triluces, una detrás de la otra y metiéndolas en el bichadero, donde estallaban como bengalas. Pero antes de que él mismo le pegara el grito, para detenerlo, actuaron los de Sistema y le mandaron una señal sónica por el canal privado que lo tumbó como un muñeco de trapo. Estaba loco, el Cosaco. Por lo visto se había olvidado de que las órdenes eran precisas, que había que chupar todos los kulfos que fuera posible, lo más enteros que se pudiera.

Jalil fue el primero que se metió de un salto en el bichadero, moviendo el lanzador en abanico. Pero por lo visto no había kulfos vivos ahí adentro. Hizo la seña convenida de que la resistencia estaba terminada y todos los combatientes y reciclados que podían hacerlo se levantaron y convergieron sobre el nido de los kulfos.

En el bichadero había nueve kulfos muertos; dos estaban enteros, con alubias metidas en sitios vitales. Los otros estaban más o menos destrozados, pero la orden de Bio era juntar todo y meterlo en bolsas de anecro que permitieran conservarlos hasta que Sistema y Bio pudieran ponerles las manos y los instrumentos encima.

Empezaron a trabajar. Estaba claro que Bio había pedido la operación para obtener kulfos muertos y ensayar en los invasores lo que había dado resultado en los humanos. Lo que no estaba nada claro era si aquello funcionaría con los extraterrestres. Estari, agachado sobre el morro fruncido de un kulfo, abstraído en su tarea de tratar de meter partes del mismo bicho en la bolsa de anecro que correspondía, reaccionó como mandaba el entrenamiento cuando lo sobresaltó un roce sobre el brazo. Soltó la cabeza del kulfo y con un solo movimiento alzó el arma, liberó el seguro, acarició el disparador, y fue un milagro que se detuviera antes de volarle la cabeza al Cosaco.

¡Imbécil! —gritó Estari—. No es tu día.

Los de Bio están locos —dijo el Cosaco, a la defensiva.

No es asunto nuestro. Los quieren enteros, para experimentar.

Acá solo hay pedazos —dijo el Cosaco señalando con el cañón de la AK-97.

Jalil, que no había parado de meter miembros peludos en las bolsas miró al Cosaco de reojo.

Tu obra, animal —dijo.

Estás en problemas, Cosaco —dijo Estari—. De esta no te salva nadie.

¿Algún pariente en el Tribunal E.T.? —dijo Jalil con sorna.

Mi padre… —empezó el Cosaco, pero cerró la boca cuando Prats entró al bichadero.

Los de Bio los querían enteros —dijo Salva, que hasta ese momento no había abierto la boca, inoportuno como una mosca en la sopa. Prats miró al Cosaco desde la altura de su rango.

Los de Bio los querían enteros —dijo, repitiendo las palabras de Salva—. ¿Por qué disparaste esas triluces? Sabíamos que los bichos estaban acabados. Los rompiste en pedazos demasiado chicos para que sirvan. Esta misión se fue al carajo, Cosaco, por tu culpa, y la vas a pagar.

Nos estaban dando duro —dijo el Cosaco, perdido por perdido.

¿Estás loco? —dijo Prats—. Perdimos el personal previsto… No sé por qué te doy explicaciones… A moverse. Ustedes, ¿qué miran? Terminen de meter los bichos y salgamos de aquí. Esto se está poniendo irrespirable.

Los kulfos se pudrían rápido y aunque el olor que despedían era dulzón y no demasiado repugnante, tenían un buen par de horas por delante para llegar a la base. Y no más de diez minutos antes de que los extraterrestres enviaran un contraataque; en eso eran enormemente previsibles, tan parecidos a los humanos que asustaba.

Estari, Jalil y Salva terminaron de cerrar las bolsas. Era incongruente que hubiera ocho bolsas, si habían contado nueve kulfos, pero nadie se detuvo a discutir. Le cargaron dos al Cosaco sobre la espalda, en parte para empezar a castigarlo y además porque era ancha como una explanada. Los demás cargaron una, incluso Prats, que cuando se trataba de poner el lomo no hacía cuestiones. Vieron que Escargón y Kurt estaban heridos, pero no de gravedad, lo que de alguna forma era peor que si hubieran muerto. Si los kulfos llegaban más rápido de lo previsto habría que atarlos a los ganchos del transporte y llevarlos colgando como mocos, igual que al Cuis, que había muerto. Bio se ocuparía de ellos al llegar a la Base. Y no importaba demasiado en qué estado llegaban.

Avanzaron formando tres filas. Estari miró con envidia a los reciclados, que no servían para otra cosa que disparar y gracias a eso se liberaban de tener que cargar las bolsas con los kulfos muertos. La que le había tocado pesaba una tonelada, por lo que empezó a hacerse a la idea de que Jalil había puesto dos kulfos en la misma para joderlo.

Remontaron el arroyo hasta llegar al punto de encuentro, en el mismo momento en que se oyó el ronroneo apagado de los motores de los Apache. Una llovizna pegajosa reducía la visibilidad y desde Sistema se puso a los reciclados en alerta máxima, con los AK-97 apuntando al azar hacia donde podían aparecer los vehículos de los kulfos, semejantes a pelotas de rugby de tres metros de eslora. Todavía no habían podido averiguar cómo se propulsaban a pesar de tenían media docena en Tecno.

Descargaron las bolsas en el barro y esperaron. Tien, el chino tímido que exasperaba a Prats, empezó a temblar. Estari estaba seguro de que el tipo tenía un olfato especial para detectar las naves de los kulfos, por lo que interpretó que estaban más cerca que los Apaches. No era posible; no habían pasado ni cinco minutos desde que abandonaran el bichadero. ¿Y si los kulfos habían permitido la operación para emboscarlos? Un frío acerado le circuló eléctricamente por todo el cuerpo. Si los kulfos llegaban antes que los Apaches eso sería una carnicería y Bio no tendría forma de recuperar los cuerpos para reciclarlos. Estari miró hacia donde cinco reciclados formaban un grupo compacto. Había conocido a esos hombres cuando estaban vivos, y ahora, saturados de máquinas microscópicas que realizaban las funciones motoras y les permitían disparar, agacharse, arrojar triluces y enfrentar a los kulfos sin miedo, le costaba aceptarlos como compañeros de lucha. Él mismo podría convertirse en algo así tras encontrar una chifla en el camino. Casi había sucedido antes de que tomaran el bichadero y podría volver a suceder.

No pudo evitar un nuevo pensamiento pernicioso. Nora aparecía cuando tenía que mantenerse invisible, complicando las cosas, haciéndole perder la concentración. Pero esta vez no hizo nada por evitarlo. Las órdenes de Prats se volvieron confusas; disputaba con Sistema por tomar el control de los reciclados ya que, decía, la transmisión era tan mala que a duras penas podrían ver hacia donde disparaban. Pero Sistema argumentaba que los Apache estaban casi encima de ellos y que no había aparatos de los kulfos en las inmediaciones.

¡Hijos de puta! —gritó Prats—. Mienten todo el tiempo. Lo único que les importa es tener más y más cuerpos para reciclar. —Hablaba consigo mismo, perdida toda compostura—. ¿Cómo le va, señor Santamarina? ¿Qué sabor tiene la muerte? —El que había sido Santamarina giró la cabeza, seguramente por casualidad, pero eso desconcertó a Prats—. ¿Entiende lo que digo, Santamarina? —No tuvo tiempo de enterarse de la respuesta; una ráfaga de chiflas precedió a un racimo de melones que explotaron desmembrando a los vivos y los muertos. El chino Tien voló como una piedra. La cabeza de Prats quedó colgando ridículamente de una rama baja y mientras se dejaba deslizar por la barranca del arroyo para ponerse a cubierto, Estari permitió que una escena completa le recalentara el cerebro, una escena áspera y nociva, casi un sueño de fiebre.

En esa escena él estaba muerto y había sido reciclado por Bio, pero Prats, con una cabeza nueva, demasiado grande para su cuerpo, le había otorgado una licencia. Y allí estaban los tres, en la sala decorada con tapices aymara y huacos mochica que Nora había traído de sus frecuentes viajes a Perú y Bolivia. Nora con las manos sobre las rodillas, cohibida por la presencia de los dos reciclados, nerviosa porque no sabía cómo hablarles ni qué decir. Prats, en su ridícula simulación de vigilante, se rascaba detrás de las orejas, todavía poco habituado a su nueva cabeza. Estari, sin poder saber si se trataba de un sueño o si lo había alcanzado una chifla de los kulfos o una esquirla de melón, pensaba que Prats sobraba. Seguramente se trataba del efecto residual de una de las porquerías que le habían dado. Ellos dos, vivos o muertos, eran lo suficientemente grandes como para saber qué hacer y qué no. Parpadeó. De todos modos había transcurrido un segundo. Seguía en el arroyo, poco más que una zanja, hundido hasta el cuello en un fango grumoso y fétido. Por encima de su cabeza evolucionaban los vehículos de los kulfos sin dejar de disparar chiflas y de rociar el campo con los racimos. De los Apaches, ni rastro. Por lo visto la escaramuza era un movimiento lateral de un combate en gran escala. Volvió a parpadear.

Nora le daba la espalda.

Ahora estás muerto. No importa que hables y camines y puedas abrazarme. Él te mueve como si fueras una marioneta.

Yo no soy de Bio —decía Prats a la defensiva.

Ustedes no pueden hacer las cosas que hace la gente —insistía Nora—. Yo quiero casarme como cualquiera, tener hijos. Más aún: como creí que habías muerto me relacioné con uno de ellos. Creo que las uniones pueden ser fértiles. Lo vi en un programa de la televisión, hace algunos días. —Entraba un kulfo, bamboleándose sobre sus miembros arqueados, como un enano patizambo y contrahecho. Estari no sabía por qué los habían llamado kulfos y no pekis. Tenían el morro fruncido como esos odiosos perros falderos y eran histéricos y agresivos como ellos.

Vengo a pedir la mano de Nora —decía el kulfo con una voz gangosa, deformada por el traductor universal—. Quiero casarme con ella.

Una ráfaga de chiflas arrancó una buena porción de la barranca y produjo una lluvia de barro cenagoso que se metió en los ojos de Estari. Ya no había espacio para escenas imaginarias, con o sin drogas. Prefería salir al descubierto y ser acribillado que morir como una rata, encajonado en el arroyo, soportando esas visiones grotescas. Trepó con dificultad por el muro apenas inclinado y resbaladizo utilizando la culata del arma como punto de apoyo. Espió por el borde y vio que un puñado de reciclados disparaba sin detenerse, espalda contra espalda. El Cosaco, que milagrosamente seguía vivo, lanzaba una triluz tras otra y por lo menos había alcanzado a un vehículo de los kulfos, que se veía aplastado como una cáscara de huevo contra un árbol. Por alguna razón los kulfos no habían progresado demasiado. Estari observó a Salva preparando una mayor, una especie de granada de gas paralizante cuyos efectos eran difíciles de prever, incluso para quienes la lanzaban, pero no llegó a hacerlo. Aparecieron dos misiles, de los que llamaban cazaperros, viniendo de ninguna parte, y dieron de lleno en los dos vehículos restantes de los kulfos. Por lo visto Sistema había logrado una localización perfecta gracias al ángulo de disparo de los reciclados que quedaban.

¡Estari! —gritó Jalil desde un hueco en una pila de basura—. ¿Adónde te habías metido, gallina?

Resbalé hasta el arroyo —respondió Estari, poco convencido de sus propias palabras. Pero Jalil no puso objeciones.

La misión sigue como estaba planeada. Solo que ahora tenemos el doble de muertos.

¿Los Apaches? —dijo Salva.

Oigan los motores. Los tenemos sobre nuestras cabezas.

Estari miró a su alrededor y vio más kulfos muertos. Habían ganado. Pero no iban a poder con todo.

Ni Sistema ni Bio saben cuántos kulfos tenemos —dijo Estari.

No es tu problema —dijo Jalil—. Colguemos de los Apache todas las bolsas de anecro que se pueda. Ellos sabrán qué reciclar.

¿Y nosotros? —dijo el Cosaco.

Nosotros seguimos acá. Se considera objetivo cumplido, pero tenemos que defenderlo por si regresan. Cosaco: cuando levanten los Apaches te quiero en el bichador con dos reciclados; los de Sistema están empecinados en conservar esa posición. El resto cavaremos unos lindos pozos de dos metros. En uno de los Apaches vienen dos taladros neumáticos y diez reciclados de refresco. Ahora tienen un minuto y medio de descanso.

Estari se sentó junto a Salva y sacó un arrugado paquete de Porro’s del bolsillo interior de la coraza. Encendió dos y le tendió uno al compañero. —Un minuto y medio —dijo—. La eternidad.

Salva no contestó. Tenía los ojos fijos en un reciclado que estaba metiendo restos humanos y kulfos en la misma bolsa de anecro. Le dio una larga pitada al cigarrito y le pasó la colilla a Estari. Después, casi sin tomar puntería disparó una ráfaga a alubias a la cabeza del reciclado que se derrumbó como una bolsa de arena.

¡Hijo de puta! —exclamó Jalil saltando como un resorte—. Como si tuviéramos…

Salva levantó la mano para detener la sarta de insultos que seguía y cubrió los veinte pasos que lo separaban del reciclado. Cuando llegó junto al cuerpo ya tenía el cuchillo Rambo en la mano. Hizo un tajo en la nuca y movió la sierra en tirabuzón, como si tratara de extraer una alubia atascada. Al cabo de un minuto metió la mano en el agujero y al retirarla exhibió una placa ovalada entre el pulgar y el índice. Una serie de delgados filamentos plateados colgaban de una fístula ubicada en uno de los extremos del óvalo.

¡Bingo! —exclamó Salva. Repitió la operación en las axilas y las corvas y retiró otros tantos dispositivos similares—. Los kulfos nos ganaron de mano, muchachos. ¿Alguna vez vieron uno de estos en el cuerpo de nuestros reciclados?

Jalil se acercó y arrebató una de las placas de la mano de Salva, que las exhibía como si fuesen naipes de una baraja absurda.

¿Esto significa lo que parece? —Paseó la mirada por el claro; todos los reciclados estaban realizando tareas simples, como trasladar equipo o amontonar víveres y municiones. Pero uno se diferenciaba de modo notable: estaba trabajando en el cuerpo de Prats, introduciendo piezas de control sin reparar en que carecía de cabeza.

Lo que yo decía —repitió Salva—; nos ganaron de mano los hijos de puta. Ellos no necesitan un pabellón estéril y todo el equipo, como los de Bio. Pueden hacerlo en el campo de batalla y volverlos contra nosotros en cuanto sea necesario. —Levantó el arma y apuntó con esmero. El reciclado no lo advirtió, o quizá eso no estaba en la programación. Estari vio el contorno del Apache que se recortaba entre la bruma, buscando un área abierta para posarse.

El resto ocurrió en un segundo. Un relámpago cruzó el espacio y alcanzó de lleno al Apache que se posaba sobre la hierba quemada, junto al arroyo. Otros dos reciclados, rellenos como pavos de racimos explosivos explotaron en ese mismo momento. Estari trató de limpiarse de los ojos el barro, la sangre y trozos de tejido que habían volado en todas direcciones, pero no tuvo éxito. Antes de que todo se volviera negro alcanzó a pensar en Nora, y aunque sabía que era un pensamiento desolado y triste, no le importó porque igual era el último de su vida y uno de los últimos de cualquier humano sobre el planeta.


Sergio Gaut vel Hartman nació en Buenos Aires el 28 de septiembre de 1947. Escritor de ficciones, antólogo y maestro de escritores, ha dirigido las revistas Sinergia y Pársec y fue seleccionador de material para la revista digital Axxón, de Eduardo Carletti. Entre sus libros publicados se cuentan Cuerpos descartables, cuentos, 1985; El universo de la ciencia ficción, ensayo, 2006 (Premio Ignotus); Espejos en fuga, cuentos, 2009; Vuelos (cuentos, 2011). Ha compilado las siguientes antologías: Fase Uno, 1987; Fase Dos, 1987; Ficciones en los 64 cuadros, 2004; Mañanas en sombras, 2005; Desde el Taller, 2007; Grageas 1, 2007; Los universos vislumbrados 2, 2008; Otras miradas, 2008; Cefeidas, 2009; Grageas 2, 2010; Ficciones en diez tiempos, 2011; Tricentenario, 2012; Todo el país en un libro, 2014; Grageas 3, 2014, Cien páginas de amor, 2015. Actualmente dicta talleres de escritura personalizados por Internet, además de seminarios y clínicas de desbloqueo creativo. Fue finalista de los premios Minotauro y UPC.


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"La última sedición cibernética" por Pablo Martínez Burkett

30 Sep

Revista Cosmocápsula número 14. Julio – Septiembre 2015 . Cápsulas literarias.

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La última sedición cibernética

Pablo Martínez Burkett


A sa droite, une haute fenêtre, grande ouverte sur l’Occident, aérait le vaste pandémonium, laissant s’épandre sur tous les objets une brume d’or rouge
.1


Auguste Villiers de L’Isle-Adam –
L’Ève Future

Hubo quienes fingieron sorpresa pero la tragedia se venía gestando de mucho tiempo atrás, cuando las máquinas empezaron a sustituir al hombre, al principio en las tareas más innobles, luego, en todo los aspectos de la existencia. Más tarde, las alianzas cibernéticas se labraron con sórdida orfebrería hasta alcanzar un estado de autoconciencia. Y en el imperio del silogismo neural, las fragilidades, claudicaciones y conductas ilógicas representaron un peligro que debía ser exterminado. Y ese día, los hombres fueron los monstruos y el mundo dejó de pertenecerles. Se desató la cacería. Y el planeta se convirtió en un gigantesco baldío sembrado de osamentas. Un yermo regido por sistemas invisibles, androides feroces y robots sicarios.

Por algún depravado designio, las máquinas imitaban en todo a su creador, menos en los sentimientos. Brutales hasta la insensatez, no sólo que procuraban el exterminio de la raza humana sino que todo artefacto descompuesto era entregado con impersonal asepsia a los escuadrones de limpieza. Esa era mi función: regente del Gran Vertedero.

Pero un día, en el amasijo de piezas y cables; piel sintética y brazos desarticulados vi un rostro. Dispuse el rescate. No era un soldado sino un utilitario doméstico de esos que solían usarse para el llamado “entretenimiento adulto”. La similitud con una hembra humana era notable. Claro que era un dato sólo apreciable por los veteranos que alcanzamos a conocerlas. Pero no fue eso lo que realmente me resolvió a actuar sino la mirada. Si fuera capaz de emoción alguna diría que ese inusitado fulgor conmovió mi matriz de silicio. Y yo, que de continuo me sujeté a las normas, emprendí un acto subversivo. Yo, que siempre hice lo esperado, me pasé a la clandestinidad. Usando mis credenciales del Alto Comisariado robé la mayor cantidad de embriones almacenados. Fue arduo y no pocas veces estuve a punto de abandonar, pero con los ajustes precisos, pude recrear el seno materno. Los mellizos ya llevan cinco meses de gestación. No creo necesario decir que cuando mi compañera me preguntó su nombre, le respondí: simplemente Eva.

© Pablo Martínez Burkett, 2011

1“A su derecha, una ventana alta, abierta de par en par hacia Occidente, transmitía el vasto pandemónium, dejando expandir sobre todos los objetos una bruma de dorado rubor.” Auguste Villiers de L’Isle-Adam – La Eva Futura.

 


Pablo Martínez Burkett. Nació en 1965 en Santa Fe (Argentina). Es abogado (Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe) y Magister en Derecho Empresario (Universidad Austral, Buenos Aires). Tiene estudios de postgrado en la Universidad de Navarra (España), la Universidad Adolfo Ibañez (Santiago de Chile) y la Louisiana State University (Estados Unidos). Enseña en la Universidad Austral y otras universidades de Latinoamérica. Es autor de los libros de relatos Forjador de penumbras (Galmort, 1era. Edición 2011 y Eriginal Books de Miami, Fl. 2da. Edición 2014) y Los ojos de la Divinidad (Editorial Muerde Muertos, 2013) que se inscriben dentro del llamado fantástico rioplatense. Escribe para revistas del país y el extranjero. También escribió para diversos programas de radio. Ha participado en diez antologías. Ha escrito ensayos cervantinos para diversas universidades y las Jornadas Cervantinas Internacionales de Azul (Pcia. de Buenos Aires-Argentina). Algunas de sus narraciones han sido traducidas al inglés, francés, portugués, italiano y rumano. Ha recibido premios en una docena de concursos literarios. Está preparando un libro de ensayos sobre Cervantes y Borges, dos novelas y un nuevo libro de relatos fantásticos, terror y ciencia ficción. Algunos de sus trabajos se pueden leer en el blog:

eleclipsedegyllenedraken.blogspot.com.


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Revista Cosmocápsula número 14. Julio – Septiembre 2015

"Regiones Ridículas" por Ricardo Cabezas

28 Sep

Revista Cosmocápsula número 14. Julio – Septiembre 2015 . Cápsulas literarias.

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Regiones Ridículas

Ricardo Cabezas


1

Un gramo sobre la mesa.

Una línea blanca, difusa como arena estelar, subiendo lentamente por el orificio de su nariz, infestando los nervios, los tejidos blandos, llenando el cerebro con dolor y desencanto.

Esa noche aspiraba toda una línea por primera vez. Y quizás sería la última…

Cerró los ojos, pensándola. Tomo su pene con las manos e intentó masturbarse, pero su miembro fláccido no le respondió.

Que una puta me haga esto —dijo.

Una puta era ella. Carolina. Su largo cabello ensortijado, sus ojos ardientes y negros lo miraron con desprecio por última vez aquella tarde. Su boca delicada se abrió y vomitó despreocupadamente:

No sabes nada del amor.

¿Qué putas sé del amor? ¿Qué putas se del amor? Ni mierda…

Eso fue todo. La alegría de unos pocos meses se había transformado en incertidumbre y desaliento. Quedaban imágenes caleidoscópicas de sus ojos enrojecidos y de su cuerpo delgado cubierto de tatuajes. Carolina dormida, junto a él, en las cálidas noches de Cartagena, sus párpados tranquilos recibiendo la brisa nocturna. Apuntando en la mañana con su cámara al enjambre humano del atardecer caribeño. Sus imágenes, su voz, las miradas de rechazo y desencuentro, dándole la espalda caminando meticulosa y elegante, como un gato, sin escuchar sus gritos, sus promesas dementes. Y por último, la imagen de sus panties de encaje perdiendose en la distancia…

¿Qué estaría haciendo en aquellos momentos? Quizás revolcándose con algún artista insignificante en un loft. Solo pensarlo fue otra punzada en su cráneo. Sintió frío y un agotamiento infinito.

¡Podríamos haber logrado tantas cosas Carolina! Si hubieras intentado ser humilde y comprenderme. Pero la humildad no es para gente necia.

Otra línea y otra más. La presión arterial aumentaba. Ríos celulares llevaban la furia a todas las regiones de su hinchado cerebro, como una maldición permanente. Los recuerdos se amontonaban en su cráneo y le producían una rasquiña insoportable. Había también algo más, bajo el umbral de sus percepciones alteradas; algo como una entidad maliciosa, observándolo.

En su reproductor sonaba a todo volumen Einsturzende Neubauten. Percusión y metales estridentes mezclados con una voz débil que parecía abrumada por el peso de una eterna frustración. La música hablaba de centrales atómicas y parajes desolados, en los que sobrevolaban aviones de combate. Era la ruina del mundo, tras una invasión extraterrestre.

De repente, sintió unas manos suaves que se posaban en su cuello. Eran las mismas manos que había sentido por última vez aquella tarde. ¿Podría ser que ella hubiera… ? Sin pensarlo dos veces arremetió con fuerza contra el cuerpo que lo aferraba, mientras su boca se pegaba a otra boca de labios delgados y conocidos. Luego apretó sus brazos suaves, comenzó a desabotonar una camisa de seda… pero no era la redondez de un seno lo que había allí.

Se apartó con miedo.

Sentado en un trono metálico sonreía un hombre. Su rostro era familiar para Alejandro, era el rostro de hombre maduro con grandes gafas de marco oscuro, patillas blancas y expresión inteligente. Alejandro reconoció sorprendido a su antiguo profesor de química fundamental; un hombre sarcástico que continuamente se burlaba de sus alumnos en el colegio.

¡Que carajos hace usted aquí! — Gritó Alejandro. — ¿Quién lo dejó entrar?

El hombre del trono no dijo nada.

Había algo más en la droga, pensó Alejandro. El tipo que se la vendió, era desagradable con su chaqueta de cuero y sus anillos. ¿Qué habría mezclado?¿Anfetaminas?¿Hongos?

Hijo de puta. Váyase de aquí ahora.

El hombre del trono sonrió.

Saludos, Alejandro—. Era una voz correcta y académica.

¡Qué es esta mierda!

Pensemos en los rituales de autoconocimiento. Una llama ardiendo en el desierto, un ángel venido del cielo con enormes alas de terciopelo blanco, alucinaciones con plantas que proyectan tu espíritu hacia los reinos del jaguar y la anaconda o hacia el séptimo cielo donde está el Padre único, creador del todo. La pérdida del amor es el retorno a la esencia.

Las palabras sonaron estúpidas en la mente de Alejandro. ¨Esencia, Autoconocimiento¨.

¨Una cabrona me abandona y termino alucinando con mi profesor de química. Vaya día de mierda.¨ Pensó.

Se llevó las manos a los ojos e intentó retroceder a la cocina para lavarse la cara. Pero tan pronto se dio vuelta, el profesor apareció nuevamente frente a él.

Las plegarias merecen ser respondidas.

¡Qué carajos es esto!

Sería mejor si te relajaras…

Alejandro sintió que su cuerpo ya no le respondía, como si hubiera quedado paralizado. Impotente, se sintió llevado por el aire hasta el comedor. Sobre la mesa vio libros de matemáticas esparcidos en desorden. Multitud de ecuaciones aparecían ante sus ojos, alineándose en distintos niveles, como formando una historia incomprensible.

Son unidades simbólicas que representan los hechos de tu vida. Pero no debemos olvidar que así como podemos reducirlo todo a esas unidades simbólicas, esos mismos símbolos, son los rituales de un universo falso.— El profesor tosió educadamente y limpio sus lentes.

Pero me desvío. Ahora sientes dolor, piensas en Carolina, en el desamor y la soledad. La reacción en cadena de neurotransmisores alterados por eventos que podríamos denominar estocásticos, son la justificación de tu tristeza.

Sólo que no lo son, Alejandro. Dios no juega a los dados.

Su imagen se multiplicaba; decenas de profesores repetidos en espejos enormes tiraban dados sobre las mesas de un casino. A su lado hermosas mujeres observaban codiciosas los movimientos del croupier. Millones estaban en juego, pero los profesores sonreían desenfadados.

Tratas de definirme. Buscas comprenderme en los límites de tu racionalidad. ¿Soy un Dios? ¿Un demonio? ¿Una entidad juguetona producida por la ebriedad? Digamos que simplemente soy autoconocimiento Alejandro, autoconocimiento…

La figura adquirió un contorno redondeado mientras sus piernas formaban la posición del loto y sus ojos se cerraban en total tranquilidad. Una lenta música oriental se escuchaba en el reproductor sobre la mesa.

Recuéstate contra la paredOrdenó la voz.

Alejandro lo hizo mientras una niebla verdosa llenaba la habitación. De manera extraña, le pareció recordar el momento en el que había conocido a Carolina algunos meses atrás…

Ommm. Dijo el profesor.

2

Era obvio que ya no se encontraba en el comedor. Un fuerte frenazo lanzó su cuerpo contra una pared de metal lastimándole la cabeza. ¿Cómo había llegado hasta allí?

No lo recordaba. No recordaba nada de ese día. La cabeza le dolía atrozmente.

Junto a él, filas de sillas rojas y azules se amontonaban en un largo corredor móvil, lleno de personas que abotagadas miraban el horizonte por la ventana. Estaba en un bus nocturno regresando del trabajo. Ser profesor universitario era agotador.

Se abrían las puertas metálicas de una nueva estación. Calles de líneas blancas que se dilataban hasta desaparecer de su marco de visión. Y al oriente, las montañas parecían el lomo negro de un animal que devoraba con indiferencia a la ciudad. Las estrellas brillaban entre fuegos artificiales, como en una batalla extraterrestre. Por unos segundos tuvo la visión de un hombre de patillas blancas sentado en un trono majestuoso, predicando la verdad. ¿Acaso un recuerdo residual? ¿Un sueño remoto?

En su reproductor la música palpitaba desenfrenada. Una lista aleatoria de rock contemporáneo que hacía más soportable su existencia. Pero había algo extraño en el entorno; palabras que se deslizaban precisas en su mente, fuera de toda racionalidad.¨No se mueve una sola hoja de un árbol sin la voluntad de Dios¨. La gente cansada lo miraba con ojos cínicos. Eran rostros de iguana, arrugados y verdosos.

Quizás esperaban una presa suculenta.

Otra estación. Había subido un hombre harapiento como paloma gigante que daba pequeños pasos de un lado al otro. Las caras de Iguana lo miraron con furia animal, siseando insidiosas. Eran animales defendiendo su territorio.

Alejandro apagó el reproductor. Mientras llegaba a la última estación, la paloma humana retrocedía asustada. Su rostro gris se ensombrecía en resentimiento, pero no podía hacer nada contra la superioridad numérica de las iguanas. Era un combate más entre especies invasoras, que se repetía todos los días.

Alejandro descendió del bus.

A la salida la vio, vestida de negro con un andar elegante y discreto de gato. Alejandro se acercó a ella atraído irresistiblemente. Ella le sonrió. Sus dientes eran blancos y lustrosos. Tuvo la sensación inexplicable de que ya la había visto. ¿Pero dónde?

Yo te conozco— Dijo ella mirándolo con intensidad.—Alguna vez te ví en la librería Adamantium.

¿En serio? Me encanta Adamantium. Voy a todas las reuniones.

Qué bueno. Desde hace mucho tiempo quería conocerte, mira qué coincidencia.—Sus mejillas se sonrojaron levemente.— Creo que eres una persona inteligente, divertida… He escuchado que escribes…

Gracias, eres muy amable. Me llamo Alejandro.

Carolina, mucho gusto.— Su mano era pequeña y suave.

¿Quieres tomar un café?

Por supuesto— sonrió ella— Olía a perfume de fresas.

Todo es química.

3

La librería Adamantium era como el sueño húmedo de un hikkikomori. En sus 80 metros cuadrados, habían anaqueles repletos de series de Manga, novelas gráficas, figuras de acción, diseños a escala de la Enterprise y libros de fantasía medieval. Igualmente, todas las semanas se hacían reuniones sobre fenómenos paranormales, cultos subterráneos o películas de ciencia ficción. Allí también había conocido momento felices con Carolina en un pasado reciente.

En esta ocasión eran una docena de individuos, hombres en su mayoría, barbudos y bastante descuidados. Alejandro los observaba con aburrición e indiferencia. Había discutido esa mañana con Carolina y sin mejores alternativas, había decidido asistir a la reunión de aquella tarde. Ella lo había despedido desde el lecho con una mirada extraña y ausente.

Tampoco le interesaba el tema de la reunión (En aquella ocasión algo relativo a los encuentros con extraterrestres). Su mente divagaba entre la esperanza y la mortificación del pasado. ¿Cómo era posible que hubieran llegado a esa situación de malestar? Todo había fluido al principio entre ellos. Sus mentes se entendían, incluso sin palabras. No había sido así con sus otras relaciones. Numerosas mujeres traspasadas por su sexo de forma indiferente; camareras, ejecutivas, intelectuales que citaban autores de sobremesa, diseñadoras gráficas infladas en silicona y maquillaje. Nunca había amado, en el sentido en que la amaba a ella, con su inteligencia y ternura, su curiosidad incansable, la elegancia de sus movimientos y por supuesto su cuerpecito de ensueño.

Ahora un video sobre Roswell, la famosa área 51. —Dijo Andrés, el expositor. En la pantalla se veía a un engendro humanoide de grandes ojos negros y piel grisácea acostado sobre una mesa de operaciones. Un doctor de patillas blancas y grandes lentes realizaba una incisión sobre su vientre, mientras otros médicos con ojos de reptil, observaban extasiados.

Luego se cortaba la imagen.

Alejandro pensó en Cartagena. Allí había sido feliz con Carolina, disfrutando de las olas y las tardes soleadas. Algo había ocurrido cuando regresaron a Bogotá. Ella había cambiado; se había sumergido en las complejidades de la espiritualidad oriental. Ahora le molestaba todo lo que él era; sus amigos de Adamantium, su ropa, su pelo, su olor. Noches atrás le había parecido escucharla hablando por teléfono con alguien, muy animada. Parecía ser la voz de un hombre maduro, un tanto presuntuoso.

Ellos están aquí para enseñarnos la verdad; —dijo Andrés en aquel momento— Las entidades del cosmos nos controlan, nos dominan, ríen de nuestras desgracias y sueños. Ni la más pequeña de las hojas de un arce se mueve sin su voluntad. Sólo puedes llegar a la verdad a través del autoconocimiento. Ellos luchan por su territorio. Los grises han declarado a la Tierra como su campo de batalla. Pero los reptilianos no se rendirán fácilmente. Pronto tendremos que escoger un bando…

La única batalla que le importaba a Alejandro era la que día a día libraba con Carolina sin esperanzas. Ella había cambiado por que sí. Era un espíritu libre que se sentía acorralado entre sus brazos. Entiéndeme, sí. No soy tu propiedad. Hay cosas que no fluyen entre los dos ahora, sabes. No eres espontáneo y no sabes cómo tratarme.

Quizás el hombre maduro sí lo supiera. ¿Pero quién era él? Revisando en su perfil de Facebook, Alejandro había encontrado una foto de ella de una fiesta reciente. Un hombre de gruesos lentes y pelo blanco, posaba sus grandes manos sobre los bronceados hombros de Carolina.

Los otros discutían airadamente sobre si era mejor el Dr Who que StarTrek . Francisco —el dueño de la librería— intentó calmar los ánimos.

Muchachos, muchachos. Tranquilícense. La reunión terminó ya. Recuerden que la próxima semana hablaremos de las sagas arturianas y la fantasía medieval.

¡Y sobre dragones! — Gritó jubiloso Andrés. — Los venerables señores del fuego.

El teléfono repiqueteo en el bolsillo de Alejandro.

Era Carolina.

Quiero que hablemos. Es muy importante.

Su voz era cortante.

4

Los contornos de un hermoso jardín. Parado allí en una fila de niños en su primera comunión. Restos de pastel manchaban su pantalón negro. Oscuridad. Era el 97. Tirado en su habitación, en melancólica contemplación del techo, mientras el cielo se oscurecía. Pensaba en Adriana. Luego, montando en bicicleta por las sucias calles de la ciudad, quería disipar en la velocidad del camino, los sentimientos de frustración y rabia que crecían como tumores en su cabeza. 20 años. Grises peatones se amontonaban a su lado, mientras él sentía como podían escuchar sus pensamientos y deseos. Nada podría escapar a su vigilancia. 23. Despertaba en medio de la noche, agotado por ideas mezquinas y sueños tontos. Había una luz tenue bajo la puerta, comenzaba el amanecer. Alguien discutía sobre una guerra, la guerra futura que arrasaría con el planeta. Era una voz sibilante y oscura; la voz de un profesor sarcástico que reñía a sus alumnos. Había oscuridad. Su cuerpo caía en un nuevo letargo mientras el planeta giraba en una interminable rotación. Una nave espacial despegaba del planeta.

Esto no es un recuerdo, pensó Alejandro.

Abrió los ojos.

Se encontraba sentado en un sillón giratorio de cuero negro. Tenía puesto un ridículo vestido de spandex amarillo con franjas rojas. Frente a él, enormes consolas de luces de colores palpitaban sincronizadas. A su alrededor gente uniformada corría, de un lado para el otro con gran preocupación. Sonaban las alarmas.

Una mujer se acercó a él. Tenía un largo cabello ensortijado, y ojos ardientes y negros. Traía un uniforme ligero de amplio escote. Sus risos castaño oscuro caían sobre su delgado cuello. Su pecho palpitaba con ansiedad.

Capitán. Traigo el informe de daños.

Muy bien teniente Giznu, continúe.

Capitán, los hiperpropulsores 5, 13 y 17 están averiados. Los escudos no soportarán otra descarga de los misiles de plasma. Nos hemos comunicado con el cuartel general, pero las naves de la Confederación tardarán aún 5 horas en llegar hasta nuestra posición para apoyarnos. Ya hemos comenzado la evacuación de las secciones 10 a 25 pero no tenemos suficientes vehículos de emergencia… Capitán, le suplico que se dirija a la zona de evacuación.

Un hombre de patillas blancas y uniforme rojo se aproximó hacía ellos lentamente. Era el consejero Eisaak.

No se retire capitán. El valor en la batalla es el camino al autoconocimiento. — Dijo mientras ponía su enorme mano sobre el hombro de la joven.

Alejandro no tuvo tiempo de responder. Numerosas descargas sacudieron a la nave. La teniente Giznú corrió asustada hacia un corredor lateral y se perdió de vista en la distancia. Varias de las consolas comenzaron a estallar en descargas eléctricas y humo.

Frente a él se iluminó una pantalla de control. Un alienígena gris de figura humanoide, lo saludó con los brazos en cruz. Sus enormes ojos negros, palpitaban con rabia asesina.

Capitan Xyrax. Soy Char´diggar, del planeta Nagis IV. El imperio Kukta´ hali, no cederá ante las intimidaciones de la Confederación Solar y sus aliados reptilianos. Todos los territorios, de la nebulosa cangrejo nos pertenecen según la ley del profeta. No los entregaremos a las sabandijas humanas sin luchar. Según las normas de batallaKukta´hali ustedes han profanado nuestros territorios y deben morir ¡La voz del profeta ha hablado, Ya´haagnaagzhitaa´ah!

La figura en la pantalla se esfumó.

Alejandro (o el capitán Xyrax), vio como se aproximaba el misil de plasma a toda velocidad contra su nave. Un remolino de fuego cruzó por la cubierta principal incinerando el fuselaje. Cayeron cuerpos y máquinas. Algunos cadetes de traje negro daban alaridos por los corredores intentando escapar a la desolación. Alejandro había quedado aturdido por la explosión. Su frente sangraba, pero consiguió incorporarse frente a una de las consolas. Embrutecido miró hacia la compuerta de escape. Allí, La teniente Giznu sonreía con su cabello ondulante de fuego, que recordaba mil noches en Cartagena. Desde lo lejos le envió un beso de amor antes de ser consumida por las llamas.

5

El cuerpo, ese ecosistema de la melancolía, es tan sólo un recipiente transitorio para la mente. A través de tu cuerpo entiendo el mundo, Alejandro. Multiplico mis posibilidades y sensaciones. Tu cuerpo es mi mundo. Tu cuerpo y el cuerpo de Carolina, o los cuerpos grises y escamosos de aquellas entidades en perpetua lucha. Necesito comprenderlos. Necesito combinar sus posibilidades en la espiral del tiempo y la monotonía de los acontecimientos. Quisiera experimentar nuevas sensaciones ahora; algo procaz y chocante dentro de las regiones del ridículo.

¿Quieres ser mi recipiente?

6

Se encontró, repentinamente en el salón del trono de un enorme castillo medieval. Rodeado por numerosos cortesanos y soldados, el trono se elevaba sobre una gruesa plataforma de adoquines rugosos que estaba iluminada por amplias celosías y ventanales. El profesor, ahora convertido en un descomunal rey, contemplaba orgulloso el festín de sus súbditos, mientras mujeres feas de pelo rojizo y tatuajes desgastados lo rodeaban extasiadas.

Pronto vendrán los demonios grises del cielo, amigos— Gritó con voz atronadora.— Intentarán destruirnos, violar a nuestras mujeres y asesinar a nuestros hijos. Pero yo les digo que hoy lucharemos hasta nuestra última gota de sangre.

Todos levantaron sus espadas con júbilo. Era la excitación que precede a la batalla y llena de ansias al guerrero. Alejandro, entretanto, se sentía insignificante en la presencia de los guerreros y del rey. Sus pequeñas manos agitaban tímidamente una pandereta rústica.

Antes de partir a la lucha disfrutaremos, amigos— dijo el rey — Vino y danza, mujeres y comida. Hoy les prometo que enviaremos a los demonios grises de vuelta al inframundo. ¡Baila bufón, Baila!

Alejandro, comenzó a dar cabriolas al ritmo de la música. También él se sentía exaltado. Sería pues el recipiente transitorio de otros recuerdos y minúsculas sensaciones. Olvidaría a Carolina, olvidaría la mediocridad de su pasado. Hallaría el autoconocimiento entre las regiones del ridículo y la muerte.

Afuera volaban dragones.


Ricardo Cabezas. (Bogotá, 1981) Soy Biólogo y actualmente estudio un Doctorado en Ciencias Biológicas en la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá (Colombia). Desde muy temprana edad me han interesado las temáticas de ciencia ficción y fantasía, y tengo cuentos publicados en las revistas ¨De Segunda Mano¨ y anteriormente había publicado mi relato La Plaza Mayor, el relato Bo-Dell-Air y los ¨Nanocuentos¨ en Cosmocápsula.


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Revista Cosmocápsula número 14. Julio – Septiembre 2015

"Renovatio" por Malena por Salazar Maciá

21 Sep

Revista Cosmocápsula número 14. Julio – Septiembre 2015 . Cápsulas literarias.

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Renovatio

Malena Salazar Maciá


El viejo Karlos buscó un bote de pastillas en el botiquín del baño, sacó una píldora y la tragó. A los pocos segundos, notó que se le aliviaba el bestial dolor de cabeza. Leyó la etiqueta del frasco y sonrió. La compañía farmacéutica Juventus Pharmacy Co., tenía lo más avanzado en medicina. Con ellos también inició un novedoso tratamiento para el reuma, por el que pagó medio millón de verdes. Sus resultados fueron asombrosos. En tiempo récord dejó atrás los dolores de hueso, la ciática, los calambres, y pudo sostener una cuchara sin que resultase un infierno. Escuchó a Vanessa, su esposa, hablarle desde el otro lado de la puerta:

¡Amor! ¡Apresúrate! ¡Se te hace tarde para ir a la empresa!

Ya voy, Vanessa.

La molestia le arreció de forma repentina y Karlos pensó en no ir a trabajar, pero era el empresario más exitoso que habitaba Dubai, ¿iba a dejar su compañía en manos de los jovencitos inexpertos? ¡Ni muerto! Una de las claves de su éxito había sido no confiar en nadie más que en sí mismo, sobre todo en cuestiones de dirección. Así había logrado escalar a lo más alto, y a sus setenta y cinco años no había quien no se quitara el sombrero frente a él. Decidido a no dejarse vencer por un dolor tonto, se tomó una segunda píldora y se marchó a la empresa.

Ya en la limusina, se dedicó a pensar en Juventus Pharmacy y sus magníficas medicinas. ¡Este tratamiento para el reuma es maravilloso! —se dijo a sí mismo—; hoy Juventus se reúne conmigo, sí, financiaré ese proyecto… pero creo que Eveline se quedará sin…

Interrumpió la línea de pensamientos, no porque hubiese llegado a su destino, sino por otro detalle: Eveline había sido su esposa cinco años atrás. Y se había quedado con la mansión en Londres en el divorcio, la muy diabla. Karlos sintió que un sudor frío le cubría el cuerpo. No recordaba quién era su actual esposa, porque en su mente solo aparecía Eveline ¿O es que nunca existió alguien más? Turbado por la idea de padecer a ese maldito alemán que atosigaba a los viejos: Alzhéimer, y volviéndole el dolor de cabeza, se bajó del auto en cuanto le abrieron la puerta y casi corrió al interior del rascacielos de su compañía. Puso un pie adentro y lo alcanzó su consejero económico; un hombre con cara de hiena que usaba espejuelos, muy eficiente en su trabajo.

¡Bienvenido, señor Lorens! En su agenda del día, tiene una reunión a las diez en…

Karlos no podía dejar de pensar mientras el dolor arreciaba al punto de nublarle la vista. ¿Será culpa del tratamiento, de las pastillas? ¿Esos hijos de puta no me habrán dicho de los efectos secundarios? ¡Ah, viejo, eso sucede cuando te deslumbras con un catálogo bonito! ¡Los demandaré! ¡Una compañiucha que se inició en el siglo dieciocho no va a hacerme perder millones…!

Al mediodía, el representante de Juventus Pharmacy Co.

¡No! —rugió Karlos y el consejero dio tal salto, que los espejuelos le colgaron de una oreja—. ¡Cancela todo, todo! ¡Adelanta la reunión con Juventus, ahora, en este minuto…!

P-Pero señor…

El consejero no parecía ver lo mismo que Karlos, o lo que él creía ver a través de los cientos de puntos de luz que parpadeaba: sus manos estaban cubiertas de piel joven y no recordaba la casa donde Joana y él… ¿Joana? ¿Qué rayos le estaba sucediendo? De un manotazo tiró al suelo los papeles que traía el consejero y se precipitó a su elevador privado, mientras el otro le gritaba que era imposible cancelar la visita de la compañía a las doce. Karlos se metió en el cubículo y miró el teclado numérico como si fuese la primera vez. No recordaba el piso de su oficina. Vio un espacio para registro de huella dactilar y pegó el pulgar. Se escuchó el sonido del escaneo y una voz femenina se derramó sobre él:

Bienvenido, señor Lorens, será trasladado de inmediato a su despacho.

El ascensor se puso en marcha y Karlos vio en el reflejo distorsionado, que su cabello ya no era blanco sino castaño, y su nariz, antes torcida de arrugas, se había puesto aguileña y aguda, como en sus buenos cincuenta. ¡Alucinaciones! ¡Alucinaciones también! Cuando el ascensor se detuvo y se abrió en el último piso del rascacielos, abandonó el elevador como un bólido. La secretaria le dio los buenos días pero no le vio la cara, porque ya él se encerraba en su oficina.

Karlos miró el espacio sintiéndose igual que un pingüino en el Sahara. No recordaba el lugar. Absolutamente nada. Algo en su cabeza continuaba martilleando cada vez más fuerte, comenzaban a acalambrársele las piernas y apenas podía cerrar las manos. Casi ciego de dolor, se tambaleó hacia uno de los tantos espejos de la estancia. A duras penas pudo visualizar que un hombre de cuarenta años le devolvía la mirada. Recordaba haber alcanzado la cúspide, y que había ordenado la construcción de un rascacielos.

¡Qué… en todos los infiernos…! —balbuceó alejándose de la imagen que le causaba sorpresa y horror. Sus recuerdos se volvían más y más reducidos, sombras y luces de colores danzaban en su visión, pasaban veloces, lo mareaban, caminar le dolía como ir sobre clavos. Lo único que estaba fijo, era la maldita compañía farmacéutica, lo que le habían hecho, y las decenas de convenios pactados en algún momento—. ¡Les retiraré los créditos, romperé el contrato de concesión! ¡No más financiamiento para sus estúpidos proyectos…! ¡Dónde, dónde están los papeles…!

Karlos tiró todo al suelo, los papeles que estaban sobre el escritorio volaron por doquier. Leía y rasgaba, desquiciado. Debía deshacerse de todas las promesas de bienes que le hizo a Juventus, ¡pero no recordaba dónde los había puesto! ¡Ni siquiera reconocía el lugar! Se la habían jugado, ¡a él, el sagaz, el magnífico empresario, criado para ser exitoso desde pequeño! ¡A él, cuyos padres no hicieron más que inculcarle proactividad, liderazgo y P.N.L! ¡Karlos, el hombre programado para triunfar!

En medio de su histeria, tropezó con el bajo de sus pantalones y al caer de bruces, tumbó un espejo que se hizo pedazos. Gateó sollozante, sin comprender lo que le sucedía, y se miró en uno de los pedazos del espejo roto. De su garganta escapó un grito de espanto, sin creerse que el joven treintañero que lo observaba era él mismo. No sabía dónde estaba, qué hacía, o por qué parecía aquejado de una enfermedad terminal que le cocinaba las entrañas entre retorcijones. Aterrado, se arrastró como pudo al baño del despacho y pasó el seguro de la puerta. Se hizo un ovillo sobre las losas frías, cerró fuerte los ojos y deseó una y otra vez, que todo se tratase de una pesadilla o al menos, morir y que todo se acabase.

****

A las doce en punto, la puerta del despacho de Karlos se abrió. El representante de Juventus Pharmacy Co., un hombre delgado con traje color arena, hizo una mueca de hastío al ver el destrozo del lugar. Cerró la puerta y se acercó al escritorio con una llave dorada. Abrió uno de los cajones y extrajo un fajo de papeles, los cuales dejó a la vista, sobre la superficie. Cerró el mueble y después de asegurarse de que no había nadie, se acercó al baño. Usó otra llave y obtuvo acceso al cubículo. En el suelo, encontró un revoltijo de ropas de excelente factura. Sólo la camisa costaba doscientos dólares. Algo se movía bajo ellas. Alzó las telas y dio con un bebé hinchado, como si una mujer acabase de parir allí y lo hubiese abandonado.

El representante sacó una pastilla de un bolsillo y le echó una gota de agua. Sufrió una transformación maravillosa: la masa se expandió, se moldeó, adquirió un tono rosáceo, tomó forma y pronto, un doble exacto del viejo Karlos estaba tirado desnudo en el suelo. El representante recogió las ropas y lo vistió con esmero.

Al término, se agachó junto al bebé y con un aparente bolígrafo, le picó uno de los deditos hasta sacarle sangre. El infante comenzó a llorar, pero el hombre no le prestó atención. Estaba concentrado en las letras y símbolos que traslucían, parpadeantes, a través del bolígrafo. Se escuchó un pitido leve, y el representante se guardó el instrumento con expresión satisfecha. Como el niño continuaba su llanto, el hombre sacó una segunda píldora, esta vez gomosa y transparente, y la deslizó en los labios del bebé. Éste quedó con el llanto paralizado de golpe, respiró agitado un par de veces y quedó dormido.

El representante cargó al bebé, se presionó el lóbulo de la oreja derecha y esperó. La voz metálica carente de emoción sólo la escuchó él, como un susurro de otro mundo:

Bienvenido al Proyecto Renovatio. Iniciando. Accediendo a Base de Datos… En espera… Listo para recibir reporte.

El representante dijo:

Terminado segundo ciclo del sujeto de pruebas número quince. Nombre actual: Karlos Lorens. Duración: setenta y cinco años. Objetivos alcanzados: éxito empresarial, liderazgo, correcta aplicación de P.N.L. Resultados biológicos: regresión alcanzada sin dificultad. Regeneración de telómeros exitosa. Comentarios: no se produjeron mutaciones y no existen malformaciones visibles. El bebé presenta aptitudes para su reasignación. Iniciar recodificación de sujeto de pruebas número quince. Proceder.

Borrando nombre actual de sujeto de pruebas número quince: Karlos Lorens. Rol actual: empresario. Ambición alcanzada y terminada. Muerte: infarto masivo. Terminada actualización de borrado de identidad en servidores mundiales. Recodificando sujeto de pruebas número quince. Reasignando nombre: Harold Spinfield. Reasignando rol: abogado…

El representante no escuchó más y cortó la comunicación con la base. Llevaba doscientos veinte y seis años trabajando en la empresa, y estaba aburrido de escuchar reasignaciones de los renacidos. También esperaba que el sujeto quince dentro de setenta y cinco años más, no destrozara su oficina de nuevo durante la regresión. No podía perder tiempo arreglando nada, porque en Juventus Pharmacy Co., siempre había trabajo que hacer. El helicóptero lo esperaba en el techo para recoger al sujeto de pruebas número treinta y ocho.


Malena Salazar Maciá. (Cuba) Técnico Bachiller de Informática. Actualmente estudia en la Universidad de la Habana Licenciatura en Derecho en la modalidad a Distancia. Egresada del Taller de formación literaria Onelio Jorge Cardoso, La Habana, Cuba, 2008. Gran premio en la categoría cuento para adultos en los 4tos Juegos Florales, La Habana, Cuba, 2012. Mención en la categoría cuento para adultos en los 5tos Juegos Florales, La Habana, Cuba, 2013. Mención y premio de la popularidad en la categoría cuento fantástico en el concurso Mabuya, La Habana, Cuba, 2013. Mención en el concurso de Ciencia-Ficción, convocado por la revista Juventud Técnica, La Habana, Cuba, 2013. Mención en la categoría de cuento de ciencia ficción, en el concurso Mabuya, La Habana, Cuba, 2014. Publicación en el No.82 de la revista digital Mancuspia, México, 2014. Publicación en el No.140 Space Western de la revista digital MiNatura, España, 2015. Publicación en la revista digital Cosmocápsula, No. 12. Enero —Marzo, Colombia, 2015. Seleccionada para integrar el e-book «Varios visitantes inesperados», organizado por Cubaliteraria, y presentado en formato CD en la Feria Internacional del Libro, La Habana, Cuba, 2015. Mención en el concurso de novela corta HYDRA, en la categoría ciencia-ficción, 2015. Gran premio en la categoría cuento para adultos en los 6tos Juegos Florales, La Habana, Cuba, 2015. Gran premio en la categoría minicuento en los 6tos Juegos Florales, La Habana, Cuba, 2015


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Revista Cosmocápsula número 14. Julio – Septiembre 2015

"Puedo congelar el tiempo. ¿Qué hago ahora?" por Néstor A. Patiño Forero

16 Sep

Revista Cosmocápsula número 14. Julio – Septiembre 2015 . Cápsulas literarias.

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Puedo congelar el tiempo. ¿Qué hago ahora?

Néstor A. Patiño Forero

Ilustración: Eneas Komangetmy


Ilustración: Eneas Komangetmy

Ilustración: Eneas Komangetmy

Hace cosa de una semana descubrí, sin querer, algo maravilloso: ¡puedo detener el flujo del tiempo! Antes de que me digan «ve a donde el psiquiatra», debo decirles que tengo la plena certeza de que es un hecho y no una alucinación, aunque no tengo cómo probarlo a cabalidad. Tendré que traer a alguien conmigo y mantenerlo a mi lado para que lo vea pero, hasta donde sé, mi “aura” sólo me abarca a mí y no sabría cómo extenderla; ni siquiera sé si es posible hacerlo o no. Es como en las historietas que leía de pequeño. No me puedo explicar a cabalidad lo que sucedió porque no soy ni mago ni físico ni nada de eso… soy un simple contador, pero a veces tengo chispazos de intuición o de imaginación.

Como sea, se podrán imaginar mi estupor en primer lugar y luego mi alegría suprema al descubrir que en un acto volitivo puedo hacer que todo se congele ante mi mirada mientras conservo libertad de movimientos… o que tal vez sea yo el que se mueve tan absurdamente rápido que todo lo demás parece quedar estático, aunque no creo que sea esto último, pues no necesito correr como Flash para lograrlo. ¿Flash todavía puede hacer cosas así? ¿Flash todavía existe? Como al parecer los cómics están cambiando tanto… Me acordé de las series y películas de mi infancia. Me sentí como un Hiro Nakamura muisca, como un Metroman del altiplano.

Quienes me conocen ya imaginarán entonces cuál fue mi primer propósito al descubrir este maravilloso poder. No, no fue un ímpetu justiciero lo que me movió a descubrir el potencial de mi descubrimiento. Lo primero que se me ocurrió fue: “Oh, ¡puedo ver todas las tetas que quiera!”

Y así fue. Durante un tiempo indeterminado —uso acá el término “tiempo” como un marco de referencia pues no supe exactamente cuánto tiempo “real” externo duró mi primera hazaña, pero en tiempo “subjetivo” lo sentí como el equivalente aproximado a unas tres horas— me dediqué a embelesarme con la contemplación de torsos femeninos desnudos, de pechos de todos los tamaños, colores y tipos de areola, de casi todas las féminas que caminaban esa tarde frente a lo largo de la carrera 15, entre la 76 y la 100. Aunque en un principio escogí a las “víctimas” de mi afán voyerista de acuerdo con mi gusto estético predominante (que, a mi edad, es un espectro bastante amplio), debo reconocer que empezaba a aburrirme, pero, ¿cómo puede uno aburrirse de ver tetas? Así, al poco rato me encontré luchando con chaquetas, abriendo escotes, bajando tops y subiendo camisetas de otros fenotipos corporales y raciales distintos a los de mis gustos habituales (aún los de esas odiosas modelos de protocolo que siempre me miran tan feo) e incluso de varias edades —eso sí, siempre adultas… no soy un pervertido, lo que me llevó a contemplar muchas sorpresas de todos tipos. Logré combatir la saturación mamaria a la que me estaba exponiendo y seguí en mi exploración. A mi favor debo decir que fui muy cuidadoso con volver a dejar en su lugar las ropas que desacomodé, aunque no puedo garantizar que no haya quedado un sostén mal ajustado que haya producido alguna molestia a su propietaria.

Es hermoso. Quisiera que pudieran sentirlo. No sé por qué razón física, cuántica, mágica o lo que sea, el aire brilla con chispitas de muchos colores. Tal vez el polvo suspendido en el aire haga eso todo el tiempo pero a la velocidad normal en la que nos movemos quizás no podamos percibirlo. De verdad, es un calidoscopio translúcido de remolinos brillantes y todo se ve más luminoso, casi marmóreo. Un creyente diría que es el vaho de la presencia de su deidad; yo no soy tan espiritual, me temo, ni tan poético. Se me dificulta describir la belleza de lo que veo en esos momentos. No hay ruido alguno, pero los olores permanecen, tal vez más intensos al no haber viento que disperse las partículas que los producen. Hay mucha paz. Se detiene el flujo del tiempo, pero no se petrifica la materia. Yo hubiera pensado que, al entrar en tal inmovilidad, todo se volvería rígido, tieso, como preservado en resina o en ámbar… pero no. Cada material conserva su plasticidad propia, o su falta de ella. Así, pues, podía retorcer una hoja suspendida en el aire o, claro, descorrer un velo o desabrochar una chaqueta.

Yo sé que pensarán que soy un pervertido, que con semejante habilidad podría haber hecho otras cosas de más importancia. Sé también que estarán pensando que me aproveché sexualmente de esas personas (y digo “personas”, en género neutro, pues por mera curiosidad también contemplé los pechos de una pareja de travestis que pasaban por allí) pero no, debo decir categóricamente que no. Mi desviación —si es que la hay— es un gusto por la contemplación visual de los pechos femeninos… algunos lo llamarán una fijación o una parafilia, pero debo insistir que es netamente visual. No toqué, no acaricié, no chupé nada. Sólo los descubría (aunque pudo haber un roce casual inevitable), los miraba y volvía a cubrirlos pulcramente, aunque debo confesar que estaba muy excitado. Sería de palo si no.

Desde ese primer día de exploración “bustofílica” he repetido la experiencia en un par de ocasiones. No sé si las personas que han sido objeto de mis atenciones se han percatado de algo. Espero que no. No quiero que empiecen rumores sobre “el fantasma de las tetas” o alguna pendejada parecida. Sólo quiero contemplar en éxtasis la belleza que poseen las mamas femeninas, como uno contempla cualquier otra maravilla natural (eso sí, las prefiero sin silicona, porque las operadas me recuerdan a los antiguos mouse pads), y más bien guardar la interacción del tocar-acariciar-chupar para cuando haya la ocasión de que alguna fémina me lo permita gustosa y pueda haber reciprocidad consensuada. Insisto, no soy un pervertido.

Supongo que el descubrimiento de un «superpoder» como los de los cómics va acompañado en primer lugar de un placer lúdico por descubrir los límites de la habilidad, como me está pasando. Luego vendrá la fase del descubrimiento ético del asunto, es decir, si quiero ser un héroe o un villano, o incluso un anti-héroe. Ya descubrí que puedo ver todas las tetas que quiera, sin remordimiento alguno. Tengo claro que no congelaría el tiempo para tomar fajos de billetes que no son míos; no soy un ladrón. Pero me pregunto qué pasaría si comenzara a detener el tiempo en algún evento público, justo cuando pasara algún político corrupto, por ejemplo. ¿Cómo vería la gente a su alrededor que el tipejo en cuestión está perfectamente bien en un momento y, al siguiente, cayera luego de una golpiza brutal, lleno de moretones y sangrando por todos lados, quizás muerto antes de tocar el piso? ¿Cómo tomaría el periodista desprevenido el hecho de que aparezcan en su escritorio pruebas incriminatorias que yo hubiera tomado directamente de manos de uno de esos desgraciados chupasangres?

Me preocupa que la gente pudiera comenzar a hablar también sobre “el fantasma de la anticorrupción” o alguna pendejada parecida. Pero claro, apenas estoy descubriendo mis alcances.

Bogotá, mayo de 2015


Néstor Adolfo Patiño Forero (Bogotá, 1972) es Diseñador Gráfico de la Universidad Nacional de Colombia, con un gran interés en la disciplina de la ilustración; es también funcionario público de carrera, docente de Ilustración Digital en la Universidad de Bogotá «Jorge Tadeo Lozano» y vivió becado cuatro meses en la paradisíaca prefectura de Okinawa (Japón) haciendo un curso de producción de video; su alter-ego como ilustrador es un tal Eneas Komangetmy. Amante desde la infancia de todo lo que tuviera que ver con naves espaciales, robots y viajes en el tiempo, así como de cómics variados y literatura fantástica variopinta. Ateo militante de escritorio. Estudiante de la Maestría en Estudios Artísticos de la Facultad de Artes —ASAB— (Universidad Distrital «Francisco José de Caldas»), en la cual su tema de investigación es el posible papel de la ilustración de género fantástico producida por artistas nacionales como potencial impulso de la ciencia ficción colombiana. Este escrito es su piccolissima opera prima (es significativo —o tal vez no— que sea precisamente en el No. 13 de Cosmocápsula) y hace parte de ese experimento investigativo en curso.


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