Revista Cosmocápsula número 14. Julio – Septiembre 2015 . Cápsulas literarias.
El traidor
Fabiola Soria
Al terminar la guerra, los cadáveres de los alienígenas quedaron desparramados como si el cielo los hubiera escupido. La Unión, responsable de nuestra victoria, esta vez nos organizó para que los limpiáramos de las calles, y con palas y carretillas, nos encomendamos a la tarea. La orden era precisa: si se encontraba uno con vida, debíamos rematarlo. En teoría, yo estaba de acuerdo, pero cuando escuché el quejido de uno de ellos, mi pulso tembló. Mi mujer solía decirme que los quejidos son más que un lamento de dolor. Son un canto, Enrique, un canto en el que se pesan las cosas que nos atan a este mundo, te hacen olvidar por qué odiabas y estabas dispuesto a matar o dejarte morir. El dolor vuelve inútil cualquier guerra. Nadie más que ella podía saberlo. Y el cuerpo de eso que llevábamos combatiendo casi por veinte años, me trajo su recuerdo y también su compasión hacia los otros, aunque esos otros fueran en todo sentido extraños.
Lo oculté con dificultad y sólo aprovechando un descuido de los capataces pude acomodarlo en lo que quedaba de mi altillo. Su agonía fue terrible: por las noches lloraba. Estoy seguro de que llamaba a alguien. En un momento en que no me atreví a acercarme a él, lo oí entonar lo que parecía una canción de cuna. Entonces somos iguales, Clara, lo somos. El alienígena debió percibir algo porque dejó de temerme, hasta creo que halló consuelo en las silenciosas veladas que pasaba a su lado.
El planeta era una sola ruina. La Unión insistía en que los humanos organizados podíamos restablecerlo. Terminada la limpieza de los cuerpos, la siguiente orden fue vigilar y reconstruir. Por eso enviaron sus aviones a que nos arrojaran bolsones de herramientas y alimentos, como si fuéramos gallinas, y también nos hacían llegar las designaciones de los nuevos capataces, cerberos del comportamiento humano en contra del invasor. Yo seguía los aviones desde que aparecían en el horizonte hasta que me era imposible distinguirlos, tratando de adivinar cuál de ellos pilotearía mi hijo, sin lograrlo nunca. Tomaba las provisiones, me sometía al conocimiento e interrogatorio del nuevo capataz y me reunía con los demás en los tristes contingentes. Empezamos la reconstrucción a algunas cuadras de mi casa al mismo tiempo que el alienígena dejaba de agonizar. Primero estimé que se trataba de esa leve mejoría que precede a la muerte, y solamente eso fue lo que me impidió creerles a mis ojos cuando lo vi de pie. Estaba allí, en medio del altillo, probando el viejo bastón de Clara. Había perdido una pierna y con ella, literalmente, la mitad de su cuerpo se había desvanecido.
¿Qué se hace con las diferencias, Clara, cuando el dolor se termina? No esperaba su recuperación y aunque tampoco se la había impedido, ahora era demasiado tarde. Quise explicarle que yo no era un traidor, que seguíamos siendo enemigos, pero la aniquilación, los incendios, los golpes secos que les dábamos con el mango de la pala, me remordieron la conciencia. Cómo decirle que los habíamos exterminado, que juntábamos montañas de sus cuerpos en inmensas piras, como las de antes, en Auschwitz. Cómo hacerle entender que ninguno de ellos a esta altura, tenía por qué seguir vivo. Esas cosas, Enrique, no están en nuestras manos. A veces he pensado que hay algo que nos hace tomar decisiones que de otro modo ni hubiéramos sospechado que existieran como posibilidad. Es gracioso, Enrique, que existan tales encrucijadas. La criatura me clavó sus ojos, y a pesar de su lentitud, la secuencia que terminó por arrugar una parte de su cara, expresó una sonrisa. El común de la gente decía que eran telépatas. Pensé que sí, que podrían serlo.
Al día siguiente se corrió la voz de que habían encontrado un grupo de cinco alienígenas escondidos en un sótano, sobreviviendo en condiciones increíbles y que para matarlos, habían tapado las salidas y arrojando botellas con kerosene, les habían prendido fuego. Todavía dijeron que si alguno hubiera conseguido escapar, una barrera de personas armadas lo hubiera detenido de todos modos. Por lo que alcancé a comprender, este rumor significaba dos cosas: que podía haber algún otro vivo, lo que no estaba seguro de si me consolaba o no, o también, que si lo descubrían, los humanos estaban dispuestos a asesinarlo como fuera. Eso sin contar con que yo me convertiría en un traidor.
¿Abandonarlo a su suerte? ¿Ayudarlo a huir? Cada vez se me hacía más necesario volver temprano a casa. Desde su recuperación, siempre lo encontraba detrás de una cortina, pasivo, mirando hacia afuera, y me preguntaba por qué no se marchaba y por el contrario, por qué parecía empeñarse en permanecer a mi lado. Quizás esperara la oportunidad de escapar, o se supiera ya extinto. O estuviera asustado, Enrique. Es lo único que sentís, miedo y una soledad terrible que te va comiendo el alma. Y por más que sabés que la vida sigue detrás de la ventana desde la que la estás mirando, estás solo y ya nada volverá a ser igual. Pensé entonces en unas ruinas que antes de la guerra ya bordeaban la ciudad. Bastaría con marchar de madrugada en dirección contraria al contingente, nadie lo notaría. Luego, ambos nos desentenderíamos del asunto, olvidándonos. Tampoco pude sostener esa actitud.
Empecé ocultando todo lo que pudiera delatar su presencia en el altillo. Me dije a mí mismo que así me protegía de los capataces, me lo ratifiqué analizando que ambos estábamos a salvo, que un solo alienígena, y mutilado, no haría daño a nadie. Pronto me sorprendí robando provisiones para él por la misma razón: no sobreviviría solo y enfermo. Lo recordaba agonizante e imaginaba su mirada en el horizonte buscando a los suyos. Hasta llegó a dolerme la misma pierna que a él le faltaba y alguna vez corrí al altillo en auxilio del bastón de Clara. Por irónico que fuera, no me atreví a quitárselo cuando lo dejé en las ruinas, era su último recurso. Su imagen tambaleante la mañana que lo abandoné, me hizo meditar sobre la soledad y la muerte. Sin embargo, ¿estaba él tan solo e indefenso?
Esta sospecha se materializó drásticamente cuando los capataces nos convocaron a asamblea. No sólo corroboraron el rumor de los cinco alienígenas del sótano sino que informaron con gravedad de la existencia de un importante foco de resistencia, hacia el norte, hallado por los pilotos de la Unión. A entender de los expertos, los alienígenas con vida eran más de los que se habían calculado, y sobre todo, lo suficientemente hábiles como para reagruparse y resistir. Hubo opiniones cruzadas. Unos dijeron que a esta altura se habían vuelto inofensivos y que probablemente querrían abandonar el planeta. Pero otros se burlaron de tal ingenuidad, recordando su enorme capacidad tecnológica y su carácter destructivo. Agregaron que ya tendrían organizada la contraofensiva, mientras nosotros seguíamos discutiendo. Sentí escalofríos. Todavía hubo un segundo momento, más perturbador, en el que los capataces nos pidieron que informáramos si habíamos tenido contacto cara a cara con el invasor. Mencionaron la telepatía y también la posibilidad de que pudieran controlar nuestras mentes. Me negué a creer en esa posibilidad.
Esa noche regresé a las ruinas y encontré al alienígena hurgando entre los escombros, ni siquiera se dio vuelta al notar mi presencia. De todos modos le di comida que tragó sin demasiado interés, parecía que buscaba algo específico en medio de toda esa basura. Recordé en palabras de Clara, que cuando los que estuvieron convalecientes se levantan, se entretienen en las ocupaciones más extrañas o inútiles, solamente por natural recuperación. Viéndolo así, parecía una raza pacífica o también, demasiado igual a la nuestra. Me sentí impulsado a decirle que no lo había delatado en la asamblea. Al marcharme tropecé con la pila de lo que juntaba: eran metales y cables.
Poco tiempo pasó hasta que se dio la noticia de que la contraofensiva había empezado en la capital. Para los militares, los alienígenas querían venganza y lo que antes había sido invasión y sometimiento, ahora se había transformado en una cruda cacería. Pronto nos agruparon y armaron sin discriminación de edad, sexo, o experiencia o cansancio, y nos dejaron a la espera de la orden de defendernos. No se habían descubierto focos cercanos, así que se esperaba que el ataque se expandiera desde la capital, lo que nos daba un tiempo de instantes o semanas, nadie podía decirlo. Pensé en las ruinas. Por más que la Unión viera a uno solo de ellos, lo tomarían como parte de la invasión. Entonces no razoné que él nunca había dejado de pertenecer a ella.
Volví a verlo cuando tuvimos que avanzar con las patrullas hacia su posición. Era noche cerrada y aproveché la oscuridad para adelantarme. Él estaba sentado frente a un aparato pequeño, sobre el que apoyaba un dedo. Nuevamente, apenas me miró. Escuché órdenes afuera. Una bengala acababa de descubrir una precaria antena, hecha con restos de metal y parecía que habían contactado una de las naves principales. Quise salir, pero el alienígena me retuvo por el brazo. Está hecho, Enrique. Esta vez, ni siquiera se oyó como la voz de Clara.
Detrás de una puerta aparecieron más de ellos. Me vi rodeado, capturado y fui encerrado con otros humanos, supongo que traidores, igual que yo. Los alienígenas actuaban con rapidez. Antes de que bloquearan nuestra salida, observé que el alienígena mutilado era el que daba las órdenes.
Otra vez, la guerra se abría escenario sobre nosotros. Con la antena, no sólo se comunicaban con sus líderes, sino que pude entender que intervenían la frecuencia de nuestros aviones y sabían con precisión cuánto tardarían en llegar. Varios escuadrones se nos venían encima, quizás mi hijo estuviera entre ellos, si es que aún vivía, y se nos acercaba con la ceguera de la muerte.
¿Por qué esta guerra, Clara? ¿Por qué haberte perdido y ni siquiera poder odiar a los que te mataron? ¿Por qué dejaste que me convirtiera en esto? Miré las caras de los que estábamos encerrados, todos eran como yo, gente que solamente piensa en sí misma y en su reducido círculo de hipocresía. Por eso, Clara, nuestro hijo se fue a la guerra, solamente para escapar de mi egoísmo que pretendía inútilmente cuidar de los suyos. Otra vez los temblores de tierra y los gritos, el ruido de los misiles y el olor ácido de la carne abierta. Otra vez las palabras técnicas mezcladas con los gritos, los lamentos de dolor, la duda, el miedo. Otra vez el temor de perder sobre lo ya perdido.
Algo debió explotar cerca de nuestra celda, porque entonces me vi afuera con algunos hombres. Miré hacia el cielo y descubrí el vientre elíptico de una nave que expulsaba bolas de fuego y unos pocos aviones que no alcanzaban a hacerle frente. Las defensas humanas se desintegraban. Me uní a un grupo que corría de un lado a otro, retrocedían haciendo el mayor daño posible. No podía darme cuenta si la sangre era de ellos o nuestra, ni de dónde venía lo que nos mataba a ambos. Era cierto lo que los militares habían dicho, la conquista cedía ante la venganza.
Pronto quedamos menos y diseminados. Restos de aviones o de naves se nos caían encima y los cadáveres y la destrucción parecían no haberse quitado nunca de las calles. En el casco de un piloto, reconocí la insignia del escuadrón de mi hijo. No quedando muchos aviones arriba, busqué a mi hijo entre los muertos.
En medio del fuego cruzado recibí un golpe que me tiró al piso y no pude volver a levantarme. Nunca antes me habían herido las armas invasoras, por lo que no dudé de que aquello fuera la muerte. Inmóvil y ciego por momentos, contemplaba el ir y venir de los pares de pies que abundaban alrededor mío. Aguanté la respiración cuando en una ráfaga de luz noté que la mayoría eran pies de invasores. Al alejarse ellos y creerme solo en medio del campamento, sentí que algo me tocaba la espalda, un dedo o un bastón. No te levantes, Enrique, me dijo, sin serlo, la voz de Clara, es el que buscabas. Y arrojó a mi costado, cuidadosamente, el cuerpo inconsciente de un piloto. Fue la primera vez que volví a ver a mi hijo desde que se marchara hacia la Unión, la última vez que vi al alienígena mutilado, corriendo con dificultad para reunirse con los suyos.
Permanecimos en el suelo hasta que amaneció. Luego, llegamos trabajosamente hasta un refugio.
Fabiola Soria nace en Bahía Blanca en 1975, aunque a partir de 2005 se radica definitivamente en la ciudad de General Roca, en la Patagonia Argentina. Allí forma parte del “Centro de Escritores” de la ciudad, con quienes publica en la revista “Desde el Andén”, poesías y microrrelatos. Interesada por la ciencia ficción y el género fantástico, en 2011 publica “Arquetipos”, su primer libro editado, que contiene doce cuentos de ciencia ficción ilustrados por ella misma. En 2014 publica “Todos los rostros” (poesía), con editorial “El Suri porfiado”. Actualmente tiene dos obras inéditas, una de microrrelatos y otra de cuentos de ciencia ficción. Ambos libros también están ilustrados por la autora.